lunes, 13 de octubre de 2008

Umbrales y decisiones

A lo largo de la vida el azar o el destino nos abre puertas; para atravesarlas y continuar, debemos decidir previamente cuál camino tomar. ¿Giro a la izquierda o me decido por la derecha? Muchas veces nos equivocamos pues nos someten las emociones y los sentimientos, y no prevalece la decisión meditada y racional. ¿Qué es preferible: actuar como un ser humano imperfecto y con titubeos o como robot insensible que evalúa fríamente la mejor opción? Y aún así, ¿cómo saber si la decisión es la acertada?

A Evaristo, uno de mis primos, le ocurrió algunas veces. Cuando nos reuníamos, al llegar de alguno de sus viajes, me contaba las dudas que había tenido antes de tomar la decisión que imaginaba correcta. Sufrió desilusiones y se arrepintió amargamente de algunos de sus equívocos.

Oficiaba de cocinero en un buque mercante que recorría la costa atlántica y la del Caribe, entre Buenos Aires y La Guaira, en Venezuela. Era muy compañero de toda la tripulación y sentía verdadero placer al prepararles la comida.

La última vez que nos vimos me confesó: ¡De la que me salvé, Ricardo! Sentate a tomar unos mates que te cuento.

Una vez, en Montevideo, mientras descargaban mercaderías y después del almuerzo, él solía pasear por el puerto gozando del sol primaveral. Lo acompañaban bandadas de gaviotas aturdiéndolo con sus graznidos, pero disfrutaba esos momentos. Allí, sentada en un banco, conoció a Lucía, una mujer de no más de treinta años, guapa y comunicativa. La saludó y comenzaron a dialogar. Evaristo le contó de su vida nómada, de puerto en puerto y su anhelo de formar una familia, radicarse en el campo y tener hijos. Ella le comentó que era soltera y trabajaba para mantenerse; le gustaba tomar sol en las tardes y el proyecto que él imaginaba le parecía maravilloso. Se vieron durantes cinco días, él le llevó chocolates y surgió entre ellos un gran afecto. La última tarde se abrazaron y se besaron. El sol, sumergiéndose en el horizonte, teñía de colores las nubes sobre el mar. Evaristo, muy apasionado, le aseguró que en la próxima escala del buque, de regreso, la buscaría para planear juntos un futuro. Se sentía como un adolescente enamorado por primera vez. Pensaba en ella y le faltaba el aire. Nunca había estado tan feliz.

Antes de zarpar, sus compañeros lo invitaron a salir de parranda esa noche. No le entusiasmó la idea, pensaba en Lucía. Ante la insistencia finalmente aceptó, se puso su mejor ropa y salieron.

Recorrieron locales nocturnos que ofrecían espectáculos de variedades y finalmente entraron en uno que anticipaba desde un cartel luminoso: “Veinte caras bonitas, veinte”. Entraron, se sentaron y pidieron bebidas. Desde una precaria tarima un cómico intentaba divertir al público con torpes chistes escatológicos. Algo más lejos, junto a la barra, estaban las chicas provocativamente vestidas y muy maquilladas. Algunas se acercaron a las mesas sugiriendo ser convidadas con un trago para entablar relación.

Una se aproximó desde atrás, le acarició la espalda a Evaristo y le propuso compartir una copa. Él giró la cabeza y su cara se transformó: delante suyo estaba Lucía, una de las veinte caras bonitas, ofreciéndose. Ella lo reconoció y huyó espantada. Él se levantó bruscamente, volteó la silla y sin despedirse de sus amigos salió del salón. Regresó al barco llorando y se encerró en su camarote. ¡Un sueño fracasado!

Cuando me lo contó, meses después, aún sufría por el recuerdo y su corazón se había endurecido.

Guillermo Gerardi

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