jueves, 10 de abril de 2008

Cuento: Piqueteros

Luís cruzó corriendo la avenida y subió a la vereda junto a las vías del tren. Sintió una puntada en el abdomen y se ahogó; sus pulmones estaban a punto de estallar. Otros compañeros huían desordenadamente. Una cuadra atrás escuchó los disparos de las itacas que los venían persiguiendo. Sin dejar de escapar zigzagueó para evitar que le apuntaran al cuerpo. La policía estaba tirando con postas de plomo, los cartuchos que caían eran rojos.
Estoy viejo, tengo que adelgazar para bancarme estos trotes, pensó. Continuó exigiéndose aunque ya no aguantaba más. A su izquierda, una alambrada cerraba el paso hacia las vías del ferrocarril y sin pensarlo mucho la saltó. Corrió entre los durmientes hasta que dejó de oír los disparos. Unas cuadras adelante cruzó la avenida y tomó el ómnibus para regresar a su casa.

Apenas ocho años atrás era un operario respetado de la fábrica Peugeot, donde enseñaba el manejo de herramientas de taller a los aprendices. Era un tornero experto y sentía orgullo por su oficio. Su jornada se distribuía entre el trabajo en la fábrica, donde almorzaba con los compañeros, y en el hogar, con su familia y amigos. Los del sindicato le ofrecieron integrar la Comisión Interna. Luís les dijo que él no se metía en política. Y le explicaban que hasta el más mínimo acto de la vida era política. El peor analfabeto era el analfabeto político: no ve, no habla, no participa en los acontecimientos que afectan su vida, no lucha. Luís les agradecía pero su confort de clase media baja y su estabilidad en el empleo le satisfacían plenamente.
Después de veinticinco años en la fábrica había logrado construir una modesta casa de ladrillos en Bosques; vivía con su mujer y sus dos hijos. Tenían televisor, heladera, máquina de coser, bicicletas para los chicos y una pequeña pileta de lona.
Un día en el trabajo se corrió el rumor que cambiarían las máquinas por otras más modernas, que requerirían menos personal, algunos operarios quedarían cesantes. Al mes siguiente Luís recibió el telegrama: lo habían despedido.
Shoqueado y sin entender los motivos, volvió al hogar y le dio la mala noticia a su compañera. Quedó muy amargado y resentido por lo que consideraba una injusticia. ¿Por qué lo habían tratado así cuando él se había portado correctamente?
Durante los primeros tiempos subsistieron con la escasa indemnización que recibió, pero el dinero se iba terminando y Luís no conseguía trabajo. A veces le ofrecían changas pero lo que ganaba no les alcanzaba. Lentamente se iba abandonando y las peleas con su mujer se hicieron más frecuentes. Sus hijos, le reclamaban zapatillas nuevas y al comenzar las clases no pudo comprarles todos sus útiles escolares. La esposa le reprochaba su falta de iniciativa pero él no sabía como explicarle la tristeza que lo embargaba: había cumplido cincuenta y dos años y no conseguiría un nuevo empleo.
Cuando el dinero para la comida ya no les alcanzó le sugirió a su mujer que llevara a los chicos al comedor comunitario del barrio. Sentía mucha vergüenza para acompañarlos.
Sus amigos, casi todos desocupados, se estaban organizando para obtener ayuda de los comerciantes y pelear por una vida digna. Lo invitaron a participar en el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Florencio Varela. De esta forma podrían luchar juntos por metas comunes.
Esa tarde, cuando volvió, le dijo a su mujer: “Me invitaron esta noche a una asamblea del MTD para intercambiar ideas sobre cómo superar esta miseria”. Y ella, enojada, respondió: “¿Por qué mejor no salís a buscar trabajo en vez de meterte en cosas raras? ¡Esta vida no la aguanto más!”. Luís, enfadado, pegó un portazo y se fue a visitar al Rengo.
Se conocían de pibes y se tenían mucho afecto. El Rengo había trabajado como albañil hasta que un día funesto se cayó de un andamio y se rompió la pierna. No tuvo buena atención médica y quedó discapacitado. Vivía solo y recibía ayuda de sus amigos y de algunos comerciantes.
Luís le confió sus problemas: “Las cosas van cada vez peor con mi mujer y me parece que nos vamos a separar. Siempre se enoja conmigo, como si yo tuviera la culpa. Me siento un inútil”. “No te preocupes”, le respondió su amigo, “si te parece vení a dormir a casa por unos días hasta que las cosas mejoren”.
Esa noche fue a la Asamblea. En un viejo galpón estaban reunidos alrededor de doscientos cincuenta vecinos. Cuando entró se acercaron varios a saludarlo y se alegraron de verlo. Estaban discutiendo cuál sería el mejor método de lucha para hacerse visibles ante la opinión pública, para que los tomaran en cuenta y que sus demandas se hicieran conocidas. En varias oportunidades habían cortado la ruta en Varela, pidiendo alimentos, trabajo y algún subsidio, pero ahora planeaban algo más grande.
El mate (en realidad, varias rondas de mate) circulaba de mano en mano. Lo primero que llamó la atención de Luís fue que cualquiera podía hablar, expresar su opinión y sus palabras eran escuchadas con respeto sin que alguien en particular liderara la Asamblea. Si había disidencias y los ánimos se caldeaban se votaba y se aceptaba lo que decidía la mayoría. Un compañero informó que para el miércoles de la semana siguiente tenían un plan conjunto con otras organizaciones de desocupados: cortar los puentes de entrada a la ciudad de Buenos Aires. Un gran piquete, que los pondría en los titulares de los periódicos y en la televisión. Después de un breve debate se aprobó por mayoría.
A la noche Luís le avisó a su esposa, se despidió, abrazó a sus hijos y se mudó a la casilla del Rengo. Quería participar en la movilización sin los reproches de su mujer. Con otros compañeros trabajó activamente el fin de semana preparando bidones con agua, comida y ropa de abrigo para el piquete. Estaban en junio y hacía frío.
La semana siguiente salieron muy temprano rumbo a la ciudad. La policía los estaba esperando. Era una trampa. Hubo un gran enfrentamiento con palos, gases y balas. Y ahí se produjo el desbande.

Luís bajó del ómnibus y fue directo a lo del Rengo. Lo recibió su amigo con el rostro desencajado. “¡Mataron a dos de los nuestros! Lo están pasando por la tele. ¡En la estación Avellaneda fusilaron a Kosteki y Santillán!”.

Guillermo Gerardi

sábado, 5 de abril de 2008

Cuento: Experimento abominable

A usted me dirijo, profesor.
Quiero empezar por aclararle que me desagradó el tono confianzudo y agresivo de su “Experimento literario”, trabajo práctico inspirador para que construyamos un relato.
Siempre nos hemos tratado de usted con mucho respeto. Por lo que no comprendo el inicio de su nota: “Atendé bien lo que voy a decir… Si, a vos te hablo, ¿a quién otro si no?”. ¿Desde cuándo el tuteo? Y sigue así como perdonavidas, tratándonos de ridículos y tramposos.
Apoyar y presionar el dedo sobre su hoja, como sugiere, para que penetre en el papel es un absurdo, si es que lo dice en serio. Continuar empujando para que la mano se vaya enterrando en un barro inmundo es abominable. O pretende que actuemos como Alicia a través del espejo. ¿Con qué nos encontraremos del otro lado: un viaje al futuro, un mundo paralelo, un regreso al pasado? ¿Y cómo volveremos? Todo esto me parece producto de una mente febril o una tomadura de pelo y me ofende. Si alguna vez hubo entre nosotros, implícito, un contrato didáctico, acaba de finalizar. Como dice en su hoja: “¿Está de acuerdo?” (…)

Sin embargo quiero probar, por absurdo que parezca. Apoyo mi dedo índice donde dice ACÁ. Por unos segundos no experimento nada y me siento como un boludo. De a poco me invade un cosquilleo que va subiendo por mi brazo. Y bruscamente mi mano empieza a atravesar el papel. Siento un tirón y algo (o alguien) me agarra de la muñeca desde el reverso de la hoja y tira. Horrorizado caigo hacia atrás y saco el brazo cubierto por una sustancia viscosa y maloliente. ¡El profesor tenía razón…! Me tranquilizo, mi parte racional toma el control aunque aún huelo desagradable. ¡No puede ser, es una alucinación! La hoja, a mis pies, permanece intacta en el suelo y no me animo a levantarla.
¿Qué ha pasado? ¿Hipnotismo, macumba, brujería, un pacto diabólico?

Si esta situación se aclara y existe la posibilidad remota de continuar con las clases tendrá que tener preparada una buena explicación y una disculpa. Y no sólo a mí, sino a todas las tiernas compañeras de curso que se han sentido tan perturbadas por lo que insinúa el experimento.
Bueno, a partir de ahora es su decisión…

Guillermo Gerardi

Cuento: Poroto, mi amigo

A Poroto lo conozco desde el primer grado de la escuela primaria. Un día, siendo ya grandes, nos peleamos fiero. Nos dejó de saludar, no sólo a mí sino a toda la barra de amigos. Pero al mes no soportó más y se amigó de nuevo. Todavía en las charlas de café, cuando nos acordamos de los motivos de la pelea, las risas atronadoras se escuchan en todo el barrio, aunque tratamos de que Poroto no ande cerca.
Les cuento. Poroto dice que a los gustos hay que dárselos en vida. Pensamiento bastante obvio, por cierto, pero que viniendo de él no debiera sorprendernos. Siempre ha sido optimista, cuando se le ocurre una idea, por fantasiosa que sea, no se detiene hasta verla hecha realidad.
Poroto fue lector de niño, por sus manos pasaron todas las novelas de Sandokán, “Tarzán de los Monos” y los relatos del “Libro de la Selva”. Aunque nació y vive en Berazategui y su viaje más lejano ha sido a las playas de Mar de Ajó, sus pensamientos giran alrededor de aventuras en lugares remotos, desiertos y junglas.
Nuestra maestra de lenguaje de cuarto grado, Clarita, le había inculcado el placer por la lectura, haciéndonos leer novelas de Julio Verne. En medio de la lectura y de los incidentes del relato Poroto se transformaba en protagonista, en héroe que salvaba a sus compañeros enfrentando todos los peligros y enamorando a la “chica”.
Cuando promediaba el quinto grado tuvo que abandonar la escuela ya que su padre lo puso a atender el kiosco familiar.
Poroto es de mediana estatura, cabezón, con cabellos color mostaza y una incipiente panza producto de las pizzas y la cerveza que comparte con su grupo de amigos. Ellos lo quieren pese a su carácter infantil. Había tenido éxito en los negocios y pudo abrir dos kioscos más: uno lo atendía personalmente y el otro, un amigo.
Pero volvamos al relato. Cuando cumplió los cuarenta tomó una decisión que su buen pasar económico le permitía y que cambió su vida. Residía en un barrio tranquilo donde se saludaba con casi todos los vecinos, que le querían por su carácter amistoso. La mayoría tenía mascotas: gatos, perros, canarios, tortugas y hasta algún mono. Pero Poroto deseaba algo distinto. Decidió adoptar un camello.
Se imaginaba cruzando el desierto del Sahara, a lomo de Camel (como se había anticipado a bautizarlo), para combatir a los feroces tuaregs, los hombres azules, en nombre de “la civilización”. Mientras tanto estaba seguro que de llevarlo a las playas de Mar de Ajó podría aprender a cabalgarlo sobre las dunas. ¿Pero dónde conseguiría al animal?
Visitó zoológicos y recorrió circos a la espera de encontrarlo. Así pasó más de un año y su ansiedad crecía en las largas vigilias atendiendo su kiosco.
Me enteré que en Avellaneda había un circo que estaba por cerrar y vendía todos sus animales. Le avisé a Poroto, quien decidió ir de inmediato, aunque yo no pude acompañarlo. Al día siguiente, nos dijo que había comprado su mascota y se la entregarían una semana después, una vez arreglados los papeles.
A la noche nos reunimos los amigos y Poroto, eufórico, nos contó cómo la había elegido. Con tono de maestro ciruela empezó el relato: “Me mostraron cinco animales de patas largas y delgadas, cuello curvado y con labios colgantes. El que compré es enorme, con pelaje color pardo. Para los habitantes del desierto, no hay nada más valioso que un camello. Es su mejor auxiliar para el comercio, transporte y caravanas”. El dueño del circo le explicó que se alimentaba de hojas, ramas y hierbas y que en sus viajes por el desierto absorbía el agua necesaria de los vegetales verdes.
A la semana, bien temprano, fue a buscarlo. Pensaba venirse cabalgando desde Avellaneda. De solo imaginarlo ya nos tentábamos de la risa. Uno le sugirió: ”Ponete un turbante y babuchas para no desentonar”.
Lo esperamos todo el día y recién apareció casi anocheciendo. Venía tirando de una soga a la que estaba atado el animal. Era tarde de manera que no vimos mucho cuando lo guardó en el galpón del fondo de su casa y nos acompañó al café a festejar. Estábamos muy ansiosos por escuchar su relato. Cuando entramos la luz iluminó a Poroto y recién pudimos ver su estado deplorable: tenía un enorme chichón en la cabeza y su cuerpo lleno de moretones. Empezó a contarnos: “Subí al camello para venir al trotecito lento, pero al primer paso me deslicé de su joroba y caí al pavimento. Lo repetí varias veces más con igual resultado. La gente vivaba y aplaudía cada uno de mis intentos. Finalmente tuve que venir caminando y por eso me demoré tanto”. Se escucharon algunas risitas que fueron sofocadas rápidamente. Quedamos en que a la mañana siguiente iríamos a ver a Camel.
Al otro día aún no eran las ocho y ahí estábamos llenos de curiosidad. Poroto nos hizo entrar y rápidamente nos dirigimos al fondo de la casa. Abrimos el galpón y Poroto sacó el animal a la luz del sol. Al verlo estalló una risa incontenible que no cesó por un buen rato. No pude contenerme y exclamé: “No es un camello, no ves que tiene una sola joroba, es un dromedario. Con razón…”. Poroto, indignado, replicó: “No seas ignorante, pelotudo, qué me vas a enseñar vos, claro que es un camello. Si sabré reconocerlo, mi viejo vendía cigarrillos importados, yo siempre miraba el atado de Camel y tenía una sola joroba”.
Por suerte nos reconciliamos y seguimos siendo buenos amigos…

Guillermo Gerardi