lunes, 26 de mayo de 2008

Cuento: Destino de pobre

“Hay todo un sistema de poder que trabaja de manera muy
inteligente para convencernos de que las injusticias de la
historia son fatalidades del destino y que no tenemos mas
remedio que aceptarlo”
Eduardo Galeano

Don Evaristo llegó con la familia a pasar el fin de semana en el casco de su estancia. Lo primero que hizo fue revisar el estado de los caballos, encontró uno con las crines desparejas, llamó a Cirilo, lo trató de inútil y lo basureó delante de todos. Él no contestó y bajó la cabeza.
El dueño de esta estancia de Entre Ríos era Evaristo Bengoechea Fuentes, acaudalado terrateniente que residía en un duplex de la capital.
Cirilo Sosa trabajaba como peón, le decían Pibe, tenía veinticuatro años, había nacido allí y sus padres eran los caseros del campo desde hacía mucho tiempo.
Los Sosa habitaban una modesta vivienda de dos habitaciones. La tarea del hijo era cuidar los equinos del patrón, bañarlos, cepillarlos, hacerlos caminar y darles de comer.
Cirilo asistió a la escuela hasta tercer grado y la abandonó a instancias del patrón pues, según éste, la vida hay que ganársela trabajando.
Desde muy pequeño sus padres lo llevaban los domingos a la iglesia. El cura en sus sermones los adoctrinaba: había que comportarse bien, no cometer pecados, ser obedientes con sus padres y sus patrones. Ya tendrían su merecida recompensa más adelante o en la otra vida. No todos los seres humanos eran iguales, y si había pobres y ricos era porque Dios lo quería así. Pobres habrá siempre aseguraba el cura citando la Biblia.
Junto con el patrón vino su esposa, gorda, mandona y más fea que un carancho (como murmuraban en voz baja y entre risas los demás peones) y sus dos hermosas hijas adolescentes (todos se preguntaban a quien habrían salido). Cuando llegaban, el Pibe era el encargado de limpiar la piscina y ponerla en condiciones. Armaba las reposeras, colocaba las mesas y las sombrillas, y su madre cocinaba y servía el almuerzo.
El patrón estaba de buen humor pues la cosecha había sido extraordinaria y los cereales se exportaban a muy buenos precios. A los padres de Cirilo les trajo de regalo alpargatas y ropa de cama, y al Pibe unas botellas de vino y un par de botas nuevas.
Aparecieron las chicas con diminutas bikinis y se zambulleron en la pileta. Cirilo no podía dejar de mirar sus cuerpos casi desnudos, y pensaba que él jamás tendría una mujer como aquéllas. Ni novia tenía. Don Evaristo al ver su actitud lo echó de malos modos.
La noche era cálida y el cielo fulguraba de estrellas. Ya todos estaban en sus dormitorios. El patrón salió a fumar su último cigarrillo junto a la piscina.
El Pibe había estado tomando vino. Antes de acostarse se arrodilló frente a su cama, empezó a rezar como le habían enseñado y rezongó: ¡Qué injusta es la vida, no puede ser que Dios lo permita! Salió a orinar y en la oscuridad la lumbre de un cigarrillo llamó su atención.
A la mañana siguiente llegó la policía: Don Evaristo flotaba en la pileta.
Cirilo desapareció, nunca lo encontraron.
Guillermo Gerardi

José de San Martín

Dijo San Martín: "Seamos libres, lo demás no importa nada". Hay personajes históricos que no caben en los libros y que se salen de ellos para aparecer en el presente de los pueblos cuando estos avanzan en el camino de su emancipación. El general José de San Martín es uno de ellos.
La historia oficial se complace en colocar a San Martín junto a "próceres" como Mitre, Rivadavia o Sarmiento, congelando en el bronce toda diferenciación. Ello es así pues las clases dominantes conocen la importancia de la lucha por los símbolos y nunca han dejado de entender que lo que hoy es historia ayer fue política. Saben que un pueblo que conoce el significado de su propia historia no camina a tientas a la hora de buscar ser dueño de su propio destino

A San Martín le reservaron el inmaculado trono de "Padre de la Patria" que desdibuja sus ideas y su acción detrás del mito escolar construído en el despojo de su relación con la política de la época.
Así, se olvida que a poco tiempo de su llegada al Río de la Plata participa activamente de una asonada político-militar que depone al gobierno de la burguesía comercial porteña digitado por Rivadavia. También se ocultan sus tratos y simpatía por los caudillos federales como Artigas y Francisco Ramirez. Esta visión de los actores políticos y sus intereses junto a su clara interpretación de la revolución como un hecho continental, hacen que anteponga la lucha contra el enemigo principal (el agresor extranjero) a los reclamos de las autoridades de Bs. As. para participar con su ejército en la represión a las montoneras del interior. San Martín comprendió cabalmente que la independencia de su país estaba atada a la de los demás países del continente, no por nada se declaraba miembro del "partido americano". Su visión de nuestra América, al igual que la de grandes figuras como Bolivar, O´Higgins, Sucre o Artigas, era la de una sola Nación balcanizada que era necesario volver a confederar. En cada uno de los nacientes países se alzaba este pensamiento de la América unida frente a las potencias colonialistas de la época.

Tampoco tiene lugar en los discursos para la efeméride el San Martín que llevando a la práctica su visión estratégica, desde la nada se empeña en construir, ante la falta de apoyo y muchas veces la hostilidad de los sectores dominantes, la herramienta para hacer realidad su plan continental de asegurar la emancipación. Organizó el Ejército de los Andes basándose en la planificación e intervención estatal en la economía y la participación popular de los pueblos del interior, porque no sólo fue un genial estratega militar sino también un gran organizador que conocía el espíritu de Independencia y rebeldía que anidaba en sus compatriotas.

Hoy cuando los argentinos volvemos a ponernos de pie, Don José se sale de la vaina para señalar que aún a riesgo de "andar en pelota, como nuestros hermanos los indios" lo único que importa es ser libres. Porque en cada generación existen esos "hombre de coraje" de los que él hablaba, capaces de llevar adelante la gran empresa de luchar para que la patria sea libre.

Y allí estan sus ideas y su acción: anteponer la lucha contra el enemigo principal, el destino común latinoamericano y la necesidad de construir la herramienta para la liberación sintetizando el protagonismo popular con la utilización de las palancas del Estado, para continuar el camino.
Porque apropiándonos para el general San Martín las palabras que dijera Fidel Castro en honor a Bolivar: "El que tenga Patria que la defienda y el que no la tenga que la conquiste" pues ese es el mejor homenaje a su figura.

Cuento: El bosque hechizado

Bajé del auto. Empecé a recorrer el bosque bajo la sombra de los eucaliptos y las casuarinas. El sendero, rodeado de una alfombra de violetas silvestres, refulgía con tonalidades azules y fucsias. A los costados, canteras de conchilla abandonadas cubiertas de vegetación. Siete mil años atrás el mar había invadido el terreno dejando depósitos de restos marinos. En un lugar cercano, en una excavación, se habían encontrado tres esqueletos de ballenas azules. Lo llamaban el bosque hechizado.
Era primavera y hacía calor. A medida que caminaba se espesaba la vegetación, con arbustos, cañaverales y algarrobos, propios de la zona.
Ese día no andaba de buen ánimo, me sentía solo y triste. Se cumplían seis meses de la muerte de mi esposa Laura. La extrañaba, habíamos sido una pareja muy feliz.
Un viejo paisano de la zona, Jesús, me había contado que hacía cincuenta años existía allí un puesto de estancia donde vivía el cuidador con su compañera y cuatro hijos. Habían construido una casa de material, un molino y un bebedero. Siendo joven, solía visitarlos de a caballo para comprarles leche, conversar y tomar mate.
Un día, siguió contando, fue a verlos a media mañana, golpeó las manos y se sorprendió al ver que no salían a recibirlo. Desmontó y se acercó a la casa. Frente a la puerta entornada volvió a llamar y empujó. No había nadie. Buscó en los alrededores, nada.
Se fue al pueblo e hizo la denuncia. La policía revisó el campo, preguntó a los vecinos y en la estación de trenes por si alguien los hubiera visto, pero no hubo pistas. Se habían esfumado. Pasó el tiempo y el hecho se fue olvidando.
El paisano no se animaba a volver. Una noche, tiempo después de la desaparición, vio luces en la casa y escuchó risas de chicos. Sin embargo la casa seguía abandonada. Asustado pensaba que algún ser sobrenatural los había hecho desaparecer pero sus ánimas seguían allí. Vinieron a mi mente los relatos de Lovecraft. ¿Sería el dominio de seres primigenios salidos de un antiguo mar que subsistían ocultos en la profundidad del bosque?
En mis ensoñaciones pensaba en la alegría de reencontrarme con mi mujer, aunque más no fuera con su espíritu.
Empezaba a oscurecer, di media vuelta para regresar. Experimenté un decaimiento que me obligó a sentarme. Estaba cerca del antiguo puesto del que sólo quedaban escombros.
Por un momento enmudeció el canto de los pájaros y el zumbido de los insectos. El sendero se iluminó dejando ver una figura que avanzaba hacia mí: una hermosa mujer vestida de blanco. Al acercarse extendió sus brazos y la reconocí, era Laura. Empecé a balbucear: Laura, mi amor, ¿dónde estabas…? ¡Qué alegría, qué alegría! Y el llanto se apoderó de mí. Con los ojos nublados avancé para abrazarla.
De pronto el cielo se oscureció, tropecé con una raíz y caí. Por unos segundos quedé aturdido. Cuando volví en mí, Laura ya no estaba.

Guillermo Gerardi

Cuento: ¡No juegues con fuego!

A Luciana Phère sus amigos la conocían como Lucy, y los clientes, que acudían a su consultorio buscando ayuda espiritual: como Madame Lucy. Su acento afrancesado le otorgaba un toque interesante y exótico. Tiraba las cartas del tarot, era vidente y astróloga, o por lo menos eso es lo que ella publicitaba en el diario.
Solía reunirse algunas noches, especialmente las de luna llena, con su novio y un matrimonio amigo a practicar la Ouija. Sobre una mesa circular colocaban una copa y el tablero con el abecedario y los números. Sabían que no era un juego, escondía mucho más de lo que parecía al principio. Empezaban el ritual con “¿Hay alguien ahí?”. Habían logrado comunicar con seres del más allá, y a veces suspendían temerosos ante lo desconocido. El verdadero peligro era el contacto con seres de bajas vibraciones, como espíritus burlones, pequeños demonios, poltergeists.
Lucy atesoraba una nutrida biblioteca sobre brujería, magia (blanca, roja y negra), hechicería y ocultismo. Un librero amigo la proveía de novedades.
Esa tarde decidió verlo. Entró al local, lo saludó y se dirigió directamente a las semiocultas estanterías del fondo donde se guardaban los libros más extraños.
No sabía exactamente qué buscaba, quería algo nuevo y fantástico. En el estante más alto le llamó la atención un pequeño libro que sobresalía. Subió la escalerilla y lo tomó entre sus manos. De pronto un fuerte pinchazo hirió su palma izquierda. Lo soltó y el ejemplar cayó ruidosamente. De su mano goteaba sangre. Pensó que había sido un accidente. Bajó, levantó el libro y empezó a examinarlo. Parecía muy antiguo. Estaba ajado como si hubiese sido leído y consultado muchas veces. Sus márgenes tenían anotaciones en lápiz y frases subrayadas. El título atrajo su interés: Magia Negra.
Al comprarlo el librero le advirtió: ¡Tené cuidado, no intentes practicarla! Es magia mala. ¡No juegues con fuego!
Lo leía durante las noches y cuando venía su novio o sus amigos lo ocultaba. Descubrió una hechicería para domesticar potencias ocultas, ponerlas a su servicio y obtener “poder” sobrenatural. Lo pretendido sobrepasaba las limitaciones de la naturaleza humana y el orden de la creación, pero estaba dispuesta a seguir.
El ritual permitía adquirir los poderes de la persona elegida, la que inevitablemente morirá. Por su mente fueron pasando nombres diversos. Y finalmente eligió uno: Satanás. ¿Quién más poderoso que él?
Esa noche, sola, corrió los muebles de la sala para disponer de suficiente espacio. Con una tiza dibujó un círculo y colocó velas encendidas en todo su perímetro. Se sentó en el centro para estar protegida e inició la lectura del ritual. A medida que recitaba en voz alta el cuarto se iluminó con tonalidades rojizas, ascendió la temperatura y el respirar se le hizo insoportable por un agresivo olor acre.
Una explosión la encegueció, y cuando abrió los ojos una figura horrorosa la miraba fijamente. Su respiración se detuvo: era el demonio.
La voz profunda y penetrante de Satanás le gritó: “Estás condenada por toda la eternidad, Lucy Phère. El demonio soy yo y nadie me desafía”.
Extendió una de sus pezuñas hacia ella y debajo de Lucy se abrió un insondable pozo por el que empezó a caer.

Guillermo Gerardi

viernes, 23 de mayo de 2008

Cuento: Dulce juventud

Tengo quince años. Viajo con mi familia en el Dodge 1938 comprado por mi padre justo antes del comienzo de la guerra. En el asiento de adelante van mi papá manejando y mi mamá cebando mate. En el de atrás, mis dos hermanos junto a las ventanillas, y yo en el medio. Es mi eterno destino, soy el menor de los tres.
Vamos cantando “La Cucaracha”, en un coro de aullidos desafinados, contentos ante la perspectiva de pasar el verano en el campo, en una quinta de José Hernández alquilada por la familia para las vacaciones. Dos días después vendrán mi abuela materna, dos tías solteras y otra casada, con mis dos primos.
Llegamos. La vivienda es grande y antigua, con techo de chapa y una galería que la envuelve toda. Está un poco descuidada. Entramos a los gritos con mis hermanos a tomar posesión de los cuartos y las camas. Mi madre abre las ventanas para disipar el olor a humedad. ¡Estamos tan felices!
Un parque abandonado rodea la casa. Corro excitado por entre los canteros y mi pecho se ahoga de emoción. Entre la arboleda los pájaros gorjean un canto de bienvenida.
Mi padre nos invita a visitar al casero y su familia que cultivan el resto de la quinta. Salen a recibirnos él, su esposa y sus hijas, dos hermosas chicas de 14 y 16 años. La menor, Celeste, me mira a los ojos, sonríe y agacha la vista. Surge entre nosotros una inmediata corriente de simpatía.
Nos presentamos y nos llevan a conocer los lotes e invernáculos donde siembran verduras. Una parcela está dedicada a los árboles frutales: naranjos, mandarinos, limoneros, ciruelos. Junto a la casa, una parra y una higuera.
A la tarde salgo a caminar solo. Dos enormes parvas de forraje para el ganado llaman mi atención. Detrás de una de ellas aparece Celeste con un canasto de verduras recién cortadas. Nos turbamos por lo sorpresivo del encuentro pero empezamos a conversar y entramos en confianza. Es hermosa, con largos cabellos rubios, senos pequeños y caderas firmes que ya insinúan a la futura mujer. La acompaño hasta su casa y quedamos en vernos el fin de semana.
¡Llegaron mis primos! Mi papá fue con el auto a la parada del ómnibus a buscar al resto de la familia que venía de Buenos Aires. Hubo besos y abrazos entre todos. Con mis hermanos llevamos a mis primos a recorrer la quinta. Son bichos de departamento y se asombran de todo.
El día está caluroso. Encontramos un tanque australiano y los cinco pensamos lo mismo: a la tarde vendremos a zambullirnos y a nadar en el agua que alimenta el molino. Volvemos a la casa para almorzar y casi no cabemos en la mesa, somos once. No paramos de hablar durante la comida. Bajo la galería seguimos con la charla mientras descansamos en las reposeras.
Los cinco llegamos al tanque, nos sacamos la ropa y nos metemos desnudos en el agua helada. Entramos y salimos, nos zambullimos, entre carcajadas. De pronto descubrimos que las hijas del casero, detrás de unos árboles, nos espían tentadas de risa. Me da vergüenza, ¡qué pensará Celeste! Recogemos nuestras ropas y salimos corriendo a medio vestir.
A la noche juntamos luciérnagas dentro de un frasco, atrapamos sapos y asustamos a las tías. Los chicos jugamos a las escondidas. En la mesa del comedor los grandes se divierten con juegos de cartas.
El sábado, a media tarde, me encuentro con Celeste, como habíamos quedado. Tomo su menuda mano y ella no intenta desprenderla. Recorremos un sendero alejándonos de las casas. No me animo a preguntarle pero ella, riéndose, dice que nos vio cuando nos bañábamos y le gustó mi aspecto varonil. Suelto su mano y paso mi brazo por sobre sus hombros. Me mira y sonríe. Me confiesa que nunca se animó a bañarse desnuda en el tanque. Le pregunto si quiere hacerlo conmigo; no responde pero su actitud denota que no rechaza esa posibilidad. Seguimos charlando, empieza a caer el sol, la acompaño hasta su casa y le robo un beso. A la noche sueño con ella.
Una semana después volvemos a vernos. Hace mucho calor. Le recuerdo mi invitación a bañarnos. Asiente con una sonrisa. Llegamos hasta el molino. Se desviste y queda en ropa interior. Me desnudo y nos sumergimos en el agua cristalina. La abrazo y la beso. La ayudo a quitarse el resto de la ropa. Es una experiencia maravillosa: disfrutar la libertad de nuestros cuerpos desnudos bajo el sol.
Nos abrazamos con ternura. Salimos, la alzo en mis brazos y entre besos la llevo hasta una de las parvas. Tomamos sol hasta secar nuestros cuerpos. La acaricio y hacemos el amor suavemente pese a nuestra inexperiencia. Empieza a oscurecer. Nos vestimos, la acompaño, la despido con un beso y regresamos cada uno a su casa.
Cuando llego, la familia está reunida para la cena, me miran sorprendidos por la tardanza, entro sin dar explicaciones y me siento con orgullo a la mesa.

Tengo ochenta años. Acabo de releer mi escrito. No estoy seguro de que todo sea verdad. Cierta pérdida de memoria y las fantasías que incorporan los recuerdos me hacen dudar. Sé que no tendré mucho tiempo más en este mundo, pero revivir ese episodio de mi adolescencia me hace muy feliz.
Nos seguimos encontrando a solas hasta el final del verano, nadie nos vio; aunque creo que mis hermanos algo sospecharon. Fueron las vacaciones más hermosas de mi vida.
Me despedí de Celeste, ella lloró y prometimos encontrarnos pronto. No regresé a verla…
En mi mente suenan las estrofas del Gaudeamus Igitur que cantábamos en el coro del colegio:

“Alegrémonos pues,
mientras seamos jóvenes.
Tras la divertida juventud,
tras la incómoda vejez,
nos recibirá la tierra”.


Guillermo Gerardi

Cuento: Buenos amigos

- Che, gallego, hacé marchar dos cafés, uno cortado.
Los amigos, ambos jubilados, acostumbraban a encontrarse cada mañana en un bar de la calle Florida. Conversaban sobre las novedades del día y disfrutaban de las maravillosas chicas que al caminar movían las caderas y apuraban el paso para no llegar tarde a la oficina.
Jorge trabajó en un diario y Manuel había sido empleado de comercio.
Pasó una hermosa morocha y Jorge, entusiasmado, exclamó:
-¡Si me la llevo a casa voy a tener flor de Nochebuena!
-No seas fanfarrón- replicó Manuel, -,me parece que por ahí abajo no pasa nada hace rato.
-Si tenés dudas preguntale a tu mujer.
-¡Ojo, te estás pasando, no te metás con mi esposa!
Jorge, prudentemente, guardó silencio por unos minutos.
-¡El gobierno cada vez anda peor!- cambió de tema Manuel, -entre los cortes de ruta, el humo que nos asfixia, las inundaciones y los accidentes de tránsito vamos a desaparecer del mapa.
- Vos siempre contrera, ¡no hay político que te venga bien!
-¡A si!, ¿mirá quien habla? Pasaron los conservas, los radicales, los peronistas y vos no cambiaste nunca, siempre fuiste oficialista.
-No es verdad, yo estaba obligado a respetar la política editorial del diario. De arriba bajaban línea y había que conservar el laburo.
Se quedaron un rato pensativos rumiando las respectivas ofensas. Estaban acostumbrados, todas las mañanas se repetían las peleas.
Para amigarse Manuel sugirió: -¿Querés que pidamos un tostado mixto para compartir?
Jorge lo pensó:
-No sé si me da el cuero, ayer, con la patrona hicimos asado y quedé seco. Pero… bueno, dale.
Después de la tregua Jorge comentó:
-¿Te enteraste del aumento para los jubilados?, lo leí en el kiosco, al pasar.
-Aumento, ¿qué aumento?, miseria querrás decir, lo que cobro cada vez me alcanza menos. Acordate del descuento que nos hicieron. Y después nos pagaron con bonos basura. ¡Atorrantes!
-Pará un poco, yo te explico, va a ser un aumento escalonado que…
-¡Estoy cansado de tus explicaciones, maestro ciruela, vos creés que por haber trabajado en el diario te las sabés todas, me tenés harto!
Se produjo una nueva pausa. Los dos apuntaron sus vistas hacia la ventana y evitaron mirarse a la cara.
Pasó un rato y para romper el incómodo silencio Jorge comentó: -Un compañero del diario me regaló dos entradas gratis para ir al cine. ¿Querés que vayamos esta tarde?
–¿A ver qué?
-Lo que te parezca, miremos la cartelera.
Cada vez que veían una película terminaban peleándose, para uno había sido un desperdicio, lenta y aburrida, tipo cine iraní. Para el otro era una joya, profunda, donde se desnudaba el alma humana, estilo Ingmar Bergman.
Desistieron de ir.
Al salir se sumergieron en la corriente humana de la peatonal. Jorge lo invitó a ver libros de oferta en las librerías de Avenida de Mayo pero Manuel le agradeció y le dijo que no. Tenía que ayudar a su esposa a poner las cortinas del dormitorio.
Se despidieron con un abrazo. Jorge se encaminó a las mesas de saldo pero advirtió con fastidio que se había olvidado de llevar sus anteojos de leer. Rumbeó a Plaza de Mayo para dar de comer a las palomas. En el camino sus comisuras se expandieron en una gran sonrisa y pensó: Qué buen amigo es Manuel, que bien nos llevamos, nunca ni un si ni un no.

Guillermo Gerardi