domingo, 12 de octubre de 2008

Cuento: Ascensor

  Cuando el ascensor se detuvo entre los pisos segundo y tercero, hubo un instante de confusión. Todos se miraron y Camila gritó: ¡Portero, portero…! 

Pablo bajó la escalera desde la terraza al piso dieciséis. Pulsó el botón del ascensor y esperó hasta que se abrió la puerta. Marcó planta baja y se miró al espejo. La imagen no está nada mal –pensó-, joven, alto, morocho. Una sonrisa marcó su rostro, aprobando.

El ascensor volvió a detenerse en el piso catorce. Ingresó Camila, hermosa, elegante. Se observaron y ella rápidamente desvió la mirada y murmuró: “Buen día”. Él la examinó de arriba abajo y contestó el saludo inclinando la cabeza; era la primera vez que la veía. Ella se refugió en un rincón. Él quedó deslumbrado.

Al llegar al piso once la puerta volvió a abrirse y entró un matrimonio mayor. Todos se desplazaron para conservar distancias y evitar contactos. Pablo espió a Camila entre las cabezas de la pareja. La joven se dio cuenta pero no lo demostró. El anciano vestía un terno oscuro, camisa impecable y corbata azul. La que parecía su esposa lucía un traje sastre, tapado abierto y cuello de piel. Pablo y Camila, tentados de risa, se miraron a los ojos y trataron de controlarse: el hombre llevaba colgado del brazo un cucharón de acero inoxidable y la mujer aprisionaba en su mano una sartén. Surgió una corriente de simpatía entre la joven pareja.

Se detuvieron en el piso ocho e ingresó un muchacho con una identificación en el uniforme: “RapiPizza”. La señora lo miró con desdén y criticó, como al pasar, ¿Cómo permiten compartir ascensores con los propietarios?, para eso está el de servicio-. Camila miró a Pablo, le hizo un gesto de complicidad y casi no pudieron sofocar las carcajadas.

Siguieron descendiendo. Camila observaba cada tanto a Pablo y a veces sus miradas se cruzaban. Ella pensaba: “¡Qué buen mozo! ¿En qué piso vivirá?” Nunca lo había visto en el edificio.

De forma imprevista el ascensor empezó a sacudirse, se escucharon chirridos y destellos azules iluminaron los huecos de la escalera. Se detuvo entre dos pisos y las luces se apagaron. La señora sentenció: Siempre lo mismo, se ve que el portero no se ocupa de nada, ese inútil… su esposo asentía con la cabeza. Esperaron unos segundos y Camila gritó: -¡Portero, portero…!

-No se preocupen, debe ser un corte momentáneo. El portero es mi tío, ahora salió y lo estoy reemplazando- trató de tranquilizar Pablo. La pareja mayor empezó a protestar, se estaban perdiendo el cacerolazo. Afuera sonaban cánticos y golpes rítmicos.

Mientras esperaban, ahora más tranquilos, Camila y Pablo iniciaron un discreto diálogo: cada uno quería saber del otro. Él le contó que vivía en Córdoba, se estaba por recibir de ingeniero y había venido por unos días de vacaciones. A su vez ella le dijo que era maestra y vivía en el edificio con sus padres. Siguieron conversando…

De pronto se encendieron las luces, Pablo probó los botones y comenzaron a descender. Al llegar a la planta baja los demás salieron rápidamente y desaparecieron en medio del ruido de la calle. Las cacerolas seguían repiqueteando. 

Esa noche Camila y Pablo se encontraron a tomar un café.

Guillermo Gerardi

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