martes, 14 de octubre de 2008

Angustia bajo la lluvia

¿Hay algo más triste en el mundo
Que un tren inmóvil en la lluvia?

Pablo Neruda

El profundo silencio sonó como una campanada en su cabeza. Despertó asustado. Abrió los ojos, miró a su alrededor: el vagón estaba vacío, afuera caía una ligera llovizna y el tren permanecía detenido.

Ricardo, confundido, trató de recordar. La noche anterior tomó el tren con destino a Tucumán, nadie había ido a despedirlo. Se extendió en la butaca mientras el resto del bullicioso pasaje acomodaba los bolsos y valijas, despidiéndose de familiares y amigos y conversando a los gritos por la excitación de la partida. Varios chicos correteaban por el pasillo esquivando al guarda que repartía mantas y pequeñas almohadas.

Se durmió enseguida, agotado por las horas vividas esa tarde. Había roto con su pareja después de cinco años de convivencia. Julieta había sido su gran amor pero la relación se había deteriorado últimamente. Él se quedó sin trabajo. Cada vez discutían más, a veces sin motivo, y finalmente decidieron separarse por un tiempo para poder reflexionar y reencontrarse, si fuera posible. En Tucumán vivían sus padres y lo estaban esperando. ¡Pobre Julieta -pensó-, debe estar sufriendo tanto como yo!

Miró por la ventanilla, observó una enorme extensión de campo seco, en parte quemado. No se veía ganado ni plantaciones. Caminó por el pasillo, pasó al otro vagón y no encontró a nadie, sólo algunas mantas desparramadas en los asientos. Empezó a llover y a su tristeza se sumó un sentimiento de temor por la extraña situación.

Recorrió toda la extensión del tren en la búsqueda de un guarda o alguien para averiguar qué había sucedido. ¿Por qué tanta soledad? Empezó a sentir frío, se envolvió en una manta y se acurrucó en su asiento. Escuchaba voces y gritos. ¿De dónde venían?

Volvió a despertarse, alguien le estaba sacudiendo el hombro. Entreabrió los párpados y la anciana, junto a él, gritaba:

- ¡Despierte, rápido, vienen a buscarnos, nos van a matar!

Todo su cuerpo se puso tenso en actitud de defensa. ¿Qué estaba diciendo y quién era esta desequilibrada? Miró a lo largo del pasillo, nadie; afuera llovía torrencialmente; no se veía ningún peligro. La vieja seguía insistiendo:

- Ya están aquí, escóndase, mataron a todos y ahora vienen por nosotros. Escapó, ayudada por su bastón, hacia la delantera del tren y desapareció.

Ricardo miró por la ventanilla nuevamente: emergiendo de la violenta lluvia una muchedumbre armada con palos (¿fusiles, escopetas?) se acercaba.

Su primera reacción fue huir ¿pero adonde? Se arrojó al suelo para no ser visto, se refugió bajo el asiento y se tapó con la manta. Oía murmullos, gritos, arrastrar de pies.

Transcurrió media hora, no se percibía ningún sonido, se animó a asomarse y la multitud no estaba. Había dejado de llover. Asustado resolvió bajar del tren para investigar. Su corazón latía muy fuerte. Caminó, saltando charcos, a lo largo de la vía hasta llegar a la locomotora. Unos metros más adelante emergía un enorme caserón. Siguió avanzando.

A mitad de camino escuchó aullidos y ladridos. Apareció una manada de perros salvajes acercándose con intención de atacarlo. Inició una carrera para alcanzar la casa y refugiarse. Su miedo iba en aumento hasta convertirse en terror. Aceleró la marcha, escuchaba los jadeos cada vez más próximos.

Llegó a la casona, la puerta estaba abierta, entró y la trancó. Se veía abandonada y vacía. La jauría había desaparecido. Se preguntó, muy angustiado, qué hacía allí. No debió viajar, cada vez extrañaba más a Julieta.

De pronto, en medio del gran living, vio avanzar algunos perros, lo atropellaron, cayó estrepitosamente al suelo y el jefe de la jauría saltó sobre él.

La gente empezaba a levantarse de sus asientos y acomodaban las mantas y las almohadas. Vio entrar al guarda, sonriente, saludando a los pasajeros. El tren se había detenido en una estación intermedia. Faltaba poco para llegar a Tucumán.

Todavía atormentado recapacitó: a la noche hablaría con Julieta por teléfono para revelarle cuanto la amaba. Después tomaría el primer tren de regreso a Buenos Aires.

Guillermo Gerardi

Celos

- Querido, pensé en vos todo el día... ¡No te imaginas cuanto te deseo!

- Yo también, Cecilia, esperaba anhelante la hora de vernos.

- Martín, estoy cansada de encontrarnos a escondidas, debemos buscar una solución. Mi marido nos va a descubrir y el escándalo será mayúsculo.

- Estuve pensando en eso, no creo que tu esposo esté dispuesto a darte el divorcio. No soportaría compartir sus bienes contigo, sobre todo si se entera de tu infidelidad. Debemos adoptar una solución drástica.

- ¿En qué estás pensando?    

- Y… no sé… quizá en hacerlo desaparecer…

El diálogo continuó unos minutos más, finalmente apagó el grabador.

 

Ramón sospechaba desde hacía tiempo. Toda la semana visitando clientes en las provincias para proporcionarle una vida de lujo y la muy zorra lo engañaba. Cuando regresaba los viernes a la noche lo recibía amorosa con una sonrisa:

- Querido te estaba esperando, te extrañé toda la semana…

- Si, yo también, no veía la hora de estar de vuelta en casa-, mintió. ¡Pero la hipócrita se reía a sus espaldas!

Cecilia le comentaba que a veces se sentía muy sola. Tenían una casa lujosa, con pileta, cancha de tenis y un enorme jardín. Y Ramón había puesto a su disposición una mucama y un jardinero. ¡Y por supuesto él, imbécil y cornudo, corría con todos los gastos!

Hasta ese momento no había descubierto algo como para acusar a su mujer, aunque los celos lo torturaban y permaneció pendiente de cada uno de sus gestos. La interrogaba sobre sus actividades durante la semana y nunca quedaba satisfecho. Pero trababa de disimular, necesitaba pruebas.

Un detective especializado en seguimientos le recomendó la instalación de un equipo Receptor-Espía en el sótano con micrófonos inalámbricos en el dormitorio. El aparato se activa por voz y registra en cinta magnética las conversaciones.

Ramón no detectó nada raro en las grabaciones telefónicas: Cecilia hablaba con sus amigas y con su madre, realizaba pedidos al supermercado y atendía las llamadas de él durante la semana. Hasta ahí nada sospechoso. Pero, siempre a la misma hora de la tarde, aparecía ese siniestro Martín, conversaban en el dormitorio (¡desnudos en su propio lecho conyugal! - imaginaba) hasta que el diálogo se interrumpía y Ramón no se animaba a conjeturar que estaría sucediendo en el cuarto. ¡Y ellos maquinando deshacerse de él!

Elaboró un plan para pescarlos in fraganti. Adelantaría su viaje, regresaría el viernes a mediodía, entraría al sótano sin que lo vieran y esperaría la llegada del amante. Cuando estuvieran en el dormitorio subiría armado con un revolver y les obligaría a confesar. De solo pensarlo se regocijaba. Luego iniciaría el juicio de divorcio, con pruebas de la infidelidad.

Ese viernes dejó su auto estacionado a dos cuadras, caminó hasta la casa y, por una puerta lateral, entró al sótano. Esperó, se activó el grabador y escuchó:

- ¡Mi amor!

- ¡Querida!

- ¡Qué felicidad volver a encontrarnos! Tenemos que apurar nuestro plan, me estuvo interrogando…

Ramón tomó el revolver y subió al dormitorio. ¡Ya se iban a enterar quien era él! Abrió bruscamente la puerta y entró apuntando. Estupefacto encontró a su esposa en pijama, sola y acostada mirando la telenovela.

Escuchó la voz de Martín:

- Contraté un sicario. La próxima semana lo hará desaparecer. Creerán que fue un accidente y nadie sospechará…

 Guillermo Gerardi

lunes, 13 de octubre de 2008

Homenaje

La filosofía es un silencioso diálogo del

alma consigo misma en torno al ser.

Platón 

El celador entró bruscamente al aula y nos hizo callar con gestos ampulosos: se acercaba el nuevo profesor de Filosofía de sexto año. Alto, con barbilla y anteojos, entró y observó nuestros rostros con mirada curiosa. Saludó con una semisonrisa y todos respondimos. En ese momento no sospeché la influencia que nos dejaría su enseñanza. Tiempo después nos enteramos de su “medalla de oro” en mérito a su sobresaliente carrera en la Universidad de Buenos Aires. Era brillante.

Comenzó definiendo la filosofía: es la "Ciencia de las ciencias", pues permite la crítica rigurosa y sistemática del conocimiento y los saberes -incluida la propia filosofía. Nos atrapó con su exposición y cada semana esperábamos los encuentros con expectativa.

Nadie hubiese imaginado el drama personal que le tocaría vivir ni la tragedia que se abatiría sobre nuestro país. Él nos ayudó a pensar y abrió nuestras mentes juveniles.

Nos propuso leer el libro VII de la República de Platón comenzando con la exposición del conocido mito de la caverna, utilizado por el autor como alegoría del hombre frente al conocimiento,

 En la clase siguiente nos preguntó quién había leído el mito y Zamudio desde el fondo del aula, desesperado, agitaba su mano. Pasó al frente. Era el rebelde del grupo, discutía con los profesores (en realidad, discutía con todo el mundo) sin demasiadas bases para fundamentar su punto de vista. Había leído dos veces lo de la Caverna y no había entendido nada. Le parecía ridículo acudir a fuentes y autores tan arcaicos. Así siguió, insolente, por un rato.

El profesor escuchó con atención, refutó alguna de sus afirmaciones y finalmente lo detuvo: Cuando uno se golpea la cabeza con un libro y suena a hueco, le dijo, no siempre el responsable es el libro; y le sugirió leer otras obras de Platón. Terminaron en excelentes relaciones y nuestro compañero se convirtió en el más aplicado del grupo.

Platón describe una caverna en la cual permanecen desde el nacimiento unos hombres aprisionados por cadenas que les sujetan el cuello y las piernas, de forma tal que únicamente logran mirar hacia la pared del fondo de la cueva sin poder escapar. Detrás de ellos se encuentra un muro con un pasillo, luego una hoguera y la entrada de la cueva que da hacia el mundo, a la naturaleza. Por el pasillo del muro circulan hombres llevando figuras de personas y animales, cuyas sombras, gracias a la iluminación de la hoguera, se proyectan en la pared que miran los prisioneros.

Esas sombras son las apariencias, lo que captamos a través de los sentidos y creemos es real (región sensible). El mundo que está fuera de la caverna y que los prisioneros no ven, es el mundo de las ideas, en el cual, la máxima idea, la idea del Bien (o la Verdad), es el sol. Uno de los prisioneros logra liberarse de sus ataduras y consigue salir de la caverna conociendo así el mundo real. Este prisionero ya liberado es el que deberá guiar a los demás hacia ese mundo. Es el símbolo del filósofo.

Cuando nos recibimos de bachilleres el profesor se acercó a despedirnos, felicitó a cada uno y ésa fue la última vez que lo vimos.

He seguido reflexionando acerca del mito. Creo que habla del retraso mental sufrido por una persona al desarrollarse en un ambiente con pobre estimulación, con “orejeras” y en donde sólo se le han enseñado ciertas creencias monolíticas.  Ha sido limitado en ellas desde la infancia, sin posibilidad de crecer en un entorno rico y plural. Y cualquier persona manipulada en las ideas de la cultura o de la religión del lugar donde ha nacido y crecido y en la que no existe pluralidad ideológica, se convierte en un prisionero, encadenado en la caverna, condicionado mentalmente.

Nos ha pasado a muchos que hemos sido forzados a aprender una religión desde muy niños sin posibilidad de elección e influenciados por la educación familiar o social, algunas veces autoritaria y esquemática. Los niños actuales reciben un gran influjo de la televisión, de la publicidad, de la radio, de los mitos del cine, de la violencia cotidiana (¿Crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?).

Cuando una persona viaja, sale de su prisión, de su pequeño y cerrado mundo de ideas, lee libros prohibidos, ve películas "dañinas", conoce costumbres "perniciosas" (mira el sol), tiene sus estructuras cognoscitivas esclerotizadas (a causa del encandilamiento no percibe nada) y no es capaz de admitir ni entender las nuevas ideas (no ve la realidad, y el sol le daña la vista). Si un librepensador intenta hacerle ver otra realidad, pretende modificar su pensamiento, le dice que sus creencias son mitos y que está muriendo y luchando por ideales falsos, no serviría de nada. Las palabras del racionalista lo ofenden hasta el punto de querer atacarlo, ya que siente que lo hostiga o lo insulta.

Las personas que han sufrido un condicionamiento desde la infancia difícilmente cambien de ideas cuando “salen” y son expuestas a otras. Y sólo se conseguirá modificar las creencias de cualquiera que haya estado en una caverna (ya sea fanático del nacionalismo, del Opus Dei o del Islam), mediante un intenso aprendizaje que neutralice sus fuertes creencias, registradas en la conciencia.

Cuando cavilo sobre estas complejidades vuelve a mi mente el recuerdo del maestro.

Un hecho trágico ocurrido mucho tiempo después cerca de mi hogar, me trajo noticias de él. Había continuado su destacada carrera en la universidad, siendo designado Decano y luego Rector. Tres días antes del golpe de estado de 1976 un grupo de tareas fue a buscarlo a su casa donde vivía con su familia. Él no estaba. Su hijo salió a enfrentar a la patota, recibió un balazo y cayó muerto en la vereda. La esposa, la suegra y la mucama fueron encerradas en el baño, los sicarios prendieron fuego a la vivienda y huyeron. Los vecinos salvaron a las tres mujeres y el chalet se quemó. Mi profesor logró exiliarse en Ecuador con su familia. Allí continuó su brillante carrera.

Regresó a la Argentina casi veinte años después -ya en el período democrático- con su salud muy deteriorada y falleció poco después.

Guillermo Gerardi

Seducción de verano

El silencio de la noche fue interrumpido por una música familiar. Rocío despertó intranquila. Tanteó el mármol de la mesa de luz y no halló la perilla del velador. Reconoció el sonido: era la señal de su celular. Movió la mano hasta encontrarlo. ¿Quién llamaría a esta hora?      

El día anterior Manuel la había invitado a pasar un día de playa al pie de los acantilados más allá del faro. Amigos de la adolescencia, se conocían del colegio. En ese momento estaba sola, en un departamento del centro de la ciudad, aburrida, un poco melancólica. Aceptó el convite con cierta culpa pues imaginaba sus intenciones. Por otra parte se sintió halagada, reconocida y deseada.

A media mañana la pasó a buscar en su convertible con todos los elementos para disfrutar un día de playa: sombrilla, heladera con bebidas y una canasta con viandas. El aire templado y el sol brillando en un cielo sin nubes, prometían una jornada magnífica. Rocío, con sus largos cabellos al viento, se sentía plena, mientras él, manejando sin apuro, la miraba, cada tanto, fascinado. Fueron dejando atrás diversas playas, poco concurridas aún por la hora tan temprana.

Después de cruzar el faro continuaron unos kilómetros hasta un lugar solitario donde estacionar. Cargaron los implementos y bajaron por un sendero empinado. Se refugiaron lejos del mar, cerca del acantilado, protegidos del viento por unos arbustos.

Se quitaron la ropa: ella quedó en bikini y él en sunga. Se observaron entre sonrisas y se aprobaron mutuamente.

Rocío se tendió para tomar sol y él se dirigió a la orilla a observar el estado del mar. Miró a su alrededor la playa solitaria. Caminó dejándose mojar los pies por las mansas olas que rompían suavemente en la arena. El agua estaba tibia. Después de un largo rato decidió regresar para invitarla a bañarse.

Estaba acostada sobre una toalla, desnuda y con el cuerpo reluciente de crema. Nunca la había visto así, boca abajo, exhibiéndose en toda su belleza. Ella giró la cabeza y sonrió. ¿Cómo está el agua? preguntó, y sin esperar respuesta aclaró: No hay muchas oportunidades de tomar sol desnuda. En Brasil y en las Baleares concurrí a playas nudistas. ¿Te molesta?

Manuel la conocía como muy liberal pero no hubiera imaginado que se atreviera a tanto. Sonrió aprobando la iniciativa. ¿Me desnudo?, se preguntó. Especuló: ahora no es conveniente. Recién lo haría cuando se sumergieran en el mar.

Se recostó junto a ella, tomaron sol y conversaron. Recordaron épocas de estudiantes y rieron con nostalgia contándose anécdotas. Habían sido buenos amigos. En medio de la agradable charla no reparaban en lo insólito de la situación: ella desnuda y él en sunga se comportaban como adolescentes.

Rocío giró sobre la toalla con los ojos cerrados y su cuerpo quedó expuesto al sol. Manuel espió sus pechos perfectos, su abdomen plano y más abajo su pubis cubierto de vello. No se animó a tocarla, ni siquiera a insinuar una broma.

Durante largo rato permanecieron en silencio. La playa seguía desierta. A mediodía ella se levantó, se puso la bikini y le propuso comer algo.

Más tarde se encaminaron en malla hasta la orilla y se sumergieron en el mar. Manuel intentó abrazarla pero Rocío graciosamente lo esquivó y le arrojó agua a la cara. Durante largo rato disfrutaron del baño, haciéndose bromas y jugando con las olas.

Cuando empezó a oscurecer se vistieron, recogieron el equipaje y regresaron. La invitó a su casa a darse una ducha, cambiarse y tomar algo. Roció aceptó.

Esa noche hicieron el amor con pasión. Luego ella se sumergió en un profundo sueño. 

Atendió su celular. Del otro lado sonó una voz excitada:

-¡Señora Wenner! ¿Rocío Wenner?

-¿Si?

-La llamo de la Policía Caminera. Ha habido un accidente en la ruta y uno de los heridos es su esposo, Eric. Debe venir de inmediato, él la reclama.

Sintió el cielo derrumbarse sobre su cabeza. Con su marido, durante las vacaciones se veían sólo los fines de semana. Pero esta vez se había adelantado un día.

Empezó a llorar y gemir en un ataque de miedo. La culpa la invadió. Manuel se despertó alarmado, encendió la luz y preguntó. Del otro lado del teléfono la voz insistía:

-Está internado en la clínica “Cruz Azul”, venga lo más rápido posible.

Balbuceó unas palabras, iría ya y cortó. Miró a Manuel con odio: ¡No debía haber aceptado tu invitación, me sedujiste y me engañaste! Se sentía mal, tenía ganas de vomitar. Pero ahora lo necesitaba. Le contó lo sucedido y le pidió que la llevara.

Anduvieron unos kilómetros en silencio hasta llegar. Rocío entró rauda hasta el mostrador de la guardia. Manuel la seguía dócil sin comprender: ¿Qué pasaba? Anoche se había comportado como una amante ardiente y ahora lo trataba con frialdad.

Los acompañó un médico. No les permitieron ingresar a terapia intensiva. Observaron a Eric de lejos y a través de un vidrio: entubado, con un brazo y una pierna enyesados y sin conocimiento. El pronóstico no era muy optimista, había que esperar cuarenta y ocho horas.

La pareja permaneció en la sala de espera hasta la madrugada. Ella, entre sollozos, le reveló que el suyo había sido un matrimonio feliz, con Eric se querían mucho y se sentía culpable por haberlo traicionado. Manuel intentó abrazarla y murmuró algunas frases de afecto, pero ella lo rechazó: lo del día anterior había sido un tremendo error y él no debía haber actuado así.

La llevó a su departamento, intentó entrar pero Rocío lo despidió de mala manera y le cerró la puerta en la cara.

A mediodía avisaron de la clínica: Eric había fallecido. 

Guillermo Gerardi

Umbrales y decisiones

A lo largo de la vida el azar o el destino nos abre puertas; para atravesarlas y continuar, debemos decidir previamente cuál camino tomar. ¿Giro a la izquierda o me decido por la derecha? Muchas veces nos equivocamos pues nos someten las emociones y los sentimientos, y no prevalece la decisión meditada y racional. ¿Qué es preferible: actuar como un ser humano imperfecto y con titubeos o como robot insensible que evalúa fríamente la mejor opción? Y aún así, ¿cómo saber si la decisión es la acertada?

A Evaristo, uno de mis primos, le ocurrió algunas veces. Cuando nos reuníamos, al llegar de alguno de sus viajes, me contaba las dudas que había tenido antes de tomar la decisión que imaginaba correcta. Sufrió desilusiones y se arrepintió amargamente de algunos de sus equívocos.

Oficiaba de cocinero en un buque mercante que recorría la costa atlántica y la del Caribe, entre Buenos Aires y La Guaira, en Venezuela. Era muy compañero de toda la tripulación y sentía verdadero placer al prepararles la comida.

La última vez que nos vimos me confesó: ¡De la que me salvé, Ricardo! Sentate a tomar unos mates que te cuento.

Una vez, en Montevideo, mientras descargaban mercaderías y después del almuerzo, él solía pasear por el puerto gozando del sol primaveral. Lo acompañaban bandadas de gaviotas aturdiéndolo con sus graznidos, pero disfrutaba esos momentos. Allí, sentada en un banco, conoció a Lucía, una mujer de no más de treinta años, guapa y comunicativa. La saludó y comenzaron a dialogar. Evaristo le contó de su vida nómada, de puerto en puerto y su anhelo de formar una familia, radicarse en el campo y tener hijos. Ella le comentó que era soltera y trabajaba para mantenerse; le gustaba tomar sol en las tardes y el proyecto que él imaginaba le parecía maravilloso. Se vieron durantes cinco días, él le llevó chocolates y surgió entre ellos un gran afecto. La última tarde se abrazaron y se besaron. El sol, sumergiéndose en el horizonte, teñía de colores las nubes sobre el mar. Evaristo, muy apasionado, le aseguró que en la próxima escala del buque, de regreso, la buscaría para planear juntos un futuro. Se sentía como un adolescente enamorado por primera vez. Pensaba en ella y le faltaba el aire. Nunca había estado tan feliz.

Antes de zarpar, sus compañeros lo invitaron a salir de parranda esa noche. No le entusiasmó la idea, pensaba en Lucía. Ante la insistencia finalmente aceptó, se puso su mejor ropa y salieron.

Recorrieron locales nocturnos que ofrecían espectáculos de variedades y finalmente entraron en uno que anticipaba desde un cartel luminoso: “Veinte caras bonitas, veinte”. Entraron, se sentaron y pidieron bebidas. Desde una precaria tarima un cómico intentaba divertir al público con torpes chistes escatológicos. Algo más lejos, junto a la barra, estaban las chicas provocativamente vestidas y muy maquilladas. Algunas se acercaron a las mesas sugiriendo ser convidadas con un trago para entablar relación.

Una se aproximó desde atrás, le acarició la espalda a Evaristo y le propuso compartir una copa. Él giró la cabeza y su cara se transformó: delante suyo estaba Lucía, una de las veinte caras bonitas, ofreciéndose. Ella lo reconoció y huyó espantada. Él se levantó bruscamente, volteó la silla y sin despedirse de sus amigos salió del salón. Regresó al barco llorando y se encerró en su camarote. ¡Un sueño fracasado!

Cuando me lo contó, meses después, aún sufría por el recuerdo y su corazón se había endurecido.

Guillermo Gerardi

domingo, 12 de octubre de 2008

Cuento: Ascensor

  Cuando el ascensor se detuvo entre los pisos segundo y tercero, hubo un instante de confusión. Todos se miraron y Camila gritó: ¡Portero, portero…! 

Pablo bajó la escalera desde la terraza al piso dieciséis. Pulsó el botón del ascensor y esperó hasta que se abrió la puerta. Marcó planta baja y se miró al espejo. La imagen no está nada mal –pensó-, joven, alto, morocho. Una sonrisa marcó su rostro, aprobando.

El ascensor volvió a detenerse en el piso catorce. Ingresó Camila, hermosa, elegante. Se observaron y ella rápidamente desvió la mirada y murmuró: “Buen día”. Él la examinó de arriba abajo y contestó el saludo inclinando la cabeza; era la primera vez que la veía. Ella se refugió en un rincón. Él quedó deslumbrado.

Al llegar al piso once la puerta volvió a abrirse y entró un matrimonio mayor. Todos se desplazaron para conservar distancias y evitar contactos. Pablo espió a Camila entre las cabezas de la pareja. La joven se dio cuenta pero no lo demostró. El anciano vestía un terno oscuro, camisa impecable y corbata azul. La que parecía su esposa lucía un traje sastre, tapado abierto y cuello de piel. Pablo y Camila, tentados de risa, se miraron a los ojos y trataron de controlarse: el hombre llevaba colgado del brazo un cucharón de acero inoxidable y la mujer aprisionaba en su mano una sartén. Surgió una corriente de simpatía entre la joven pareja.

Se detuvieron en el piso ocho e ingresó un muchacho con una identificación en el uniforme: “RapiPizza”. La señora lo miró con desdén y criticó, como al pasar, ¿Cómo permiten compartir ascensores con los propietarios?, para eso está el de servicio-. Camila miró a Pablo, le hizo un gesto de complicidad y casi no pudieron sofocar las carcajadas.

Siguieron descendiendo. Camila observaba cada tanto a Pablo y a veces sus miradas se cruzaban. Ella pensaba: “¡Qué buen mozo! ¿En qué piso vivirá?” Nunca lo había visto en el edificio.

De forma imprevista el ascensor empezó a sacudirse, se escucharon chirridos y destellos azules iluminaron los huecos de la escalera. Se detuvo entre dos pisos y las luces se apagaron. La señora sentenció: Siempre lo mismo, se ve que el portero no se ocupa de nada, ese inútil… su esposo asentía con la cabeza. Esperaron unos segundos y Camila gritó: -¡Portero, portero…!

-No se preocupen, debe ser un corte momentáneo. El portero es mi tío, ahora salió y lo estoy reemplazando- trató de tranquilizar Pablo. La pareja mayor empezó a protestar, se estaban perdiendo el cacerolazo. Afuera sonaban cánticos y golpes rítmicos.

Mientras esperaban, ahora más tranquilos, Camila y Pablo iniciaron un discreto diálogo: cada uno quería saber del otro. Él le contó que vivía en Córdoba, se estaba por recibir de ingeniero y había venido por unos días de vacaciones. A su vez ella le dijo que era maestra y vivía en el edificio con sus padres. Siguieron conversando…

De pronto se encendieron las luces, Pablo probó los botones y comenzaron a descender. Al llegar a la planta baja los demás salieron rápidamente y desaparecieron en medio del ruido de la calle. Las cacerolas seguían repiqueteando. 

Esa noche Camila y Pablo se encontraron a tomar un café.

Guillermo Gerardi

Cuento: Final del camino

Despierto, mis párpados permanecen cerrados, trato de encontrarme. El dolor ha cesado. Me inunda una sensación de bienestar, tengo conciencia de mi propio cuerpo. Todo está bien.

Abro los ojos: me rodea una neblina sin detalles y desde lo alto me enceguecen destellos celestes. ¿Dónde estoy? ¿Cómo vine a parar aquí? Agudizo mis sentidos, escucho un pitido que se interrumpe y prosigue, cesa y se repite…

Trato de recordar, creo que soy una niña, estoy en la cama. Mi esposo me recrimina: “Ya sabés lo que te dijo el médico, a tu edad no podés hacer esos desarreglos, tenés que cuidarte”.

El dolor recomienza y me quejo. Una figura blanca se acerca a la cama, mi brazo se levanta, y el pinchazo me tranquiliza.

Estoy semiconsciente, me hablan, puedo oír aunque no logro responder. Siento que me acarician y abrazan, percibo palabras de cariño. Es agradable.

Mis manos y mis pies comienzan a enfriarse. Un leve quejido sale de mi boca. Una frazada me cubre. 

El pitido deja de alternar y se convierte en un lastimero sonido continuo. El dolor y el frío desaparecen de golpe.

Me elevo en el espacio, se aclara mi vista, la paz interior es reconfortante. Allá abajo, en la cama, yace el cuerpo de una vieja rodeada por varias personas. Mis dos hijos lloran y mi esposo toma las manos de la mujer que reposa inmóvil.

El médico y la enfermera los consuelan y salen de la habitación. Mis hijos abrazan a su padre y todos sollozan en silencio. Experimento una enorme pena: están sufriendo sin saber que estoy bien y cerca de ellos. Alguien dice: “La semana próxima hubiera cumplido setenta y cinco años”. 

Sigo ascendiendo rodeada por una intensa luz. Mi gozo es incontenible.

Guillermo Gerardi

Cuento: La víbora en su escondrijo

El olor en el cuarto era insoportable. Olía a sudor, orina, mugre y moho. Olía a miedo. Olía a fiera acorralada.

Era noche cerrada. La habitación, en penumbras, apenas iluminada por la luz de la calle que se filtraba por la ventana. Detrás de la cortina espiaba una silueta agazapada. Su mano aprisionaba un revolver y, pese al calor del departamento, tiritaba. Llevaba treinta días encerrado. No se bañaba ni salía a buscar comida.

Lo apodaban Yarará, lo denunciaron sus víctimas. Disfrutaba torturando. Colaboró con fanatismo durante la dictadura y cuando finalizó logró desaparecer por un tiempo. Pero terminó preso junto a sus cómplices.

Hizo un trato con el fiscal: si confesaba lo que sabía gozaría de prisión domiciliaria y tendría protección policial hasta el día del juicio. En el hall de entrada un uniformado vigilaba el acceso al edificio.

Yarará estaba aterrorizado, sus cómplices amenazaron matarlo por delator antes que llegara a Tribunales. Miraba cada tanto hacia afuera. Su oído atento percibía sonidos amortiguados que venían del pasillo. Primero el quejido del ascensor subiendo. Se estremeció. Luego unos pasos leves. Se abrió una puerta. Después, nada. Giró lentamente y quedó de espaldas a la ventana. Junto a la entrada un hombre armado le apuntaba con su revolver. ¿Cómo demonios entró? No dudó, apretó el gatillo: bang. BANG.

El primer disparo hizo añicos, en la pared opuesta, el espejo que reflejaba su propia imagen. El segundo traspasó la ventana y lo arrojó de cara al piso. Un charco de sangre se extendió alrededor de su nuca perforada.

En la terraza de enfrente el killer desarmó el rifle, lo colocó en el estuche y comenzó a bajar la escalera.

Guillermo Gerardi