domingo, 12 de octubre de 2008

Cuento: Final del camino

Despierto, mis párpados permanecen cerrados, trato de encontrarme. El dolor ha cesado. Me inunda una sensación de bienestar, tengo conciencia de mi propio cuerpo. Todo está bien.

Abro los ojos: me rodea una neblina sin detalles y desde lo alto me enceguecen destellos celestes. ¿Dónde estoy? ¿Cómo vine a parar aquí? Agudizo mis sentidos, escucho un pitido que se interrumpe y prosigue, cesa y se repite…

Trato de recordar, creo que soy una niña, estoy en la cama. Mi esposo me recrimina: “Ya sabés lo que te dijo el médico, a tu edad no podés hacer esos desarreglos, tenés que cuidarte”.

El dolor recomienza y me quejo. Una figura blanca se acerca a la cama, mi brazo se levanta, y el pinchazo me tranquiliza.

Estoy semiconsciente, me hablan, puedo oír aunque no logro responder. Siento que me acarician y abrazan, percibo palabras de cariño. Es agradable.

Mis manos y mis pies comienzan a enfriarse. Un leve quejido sale de mi boca. Una frazada me cubre. 

El pitido deja de alternar y se convierte en un lastimero sonido continuo. El dolor y el frío desaparecen de golpe.

Me elevo en el espacio, se aclara mi vista, la paz interior es reconfortante. Allá abajo, en la cama, yace el cuerpo de una vieja rodeada por varias personas. Mis dos hijos lloran y mi esposo toma las manos de la mujer que reposa inmóvil.

El médico y la enfermera los consuelan y salen de la habitación. Mis hijos abrazan a su padre y todos sollozan en silencio. Experimento una enorme pena: están sufriendo sin saber que estoy bien y cerca de ellos. Alguien dice: “La semana próxima hubiera cumplido setenta y cinco años”. 

Sigo ascendiendo rodeada por una intensa luz. Mi gozo es incontenible.

Guillermo Gerardi

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