domingo, 12 de octubre de 2008

Cuento: La víbora en su escondrijo

El olor en el cuarto era insoportable. Olía a sudor, orina, mugre y moho. Olía a miedo. Olía a fiera acorralada.

Era noche cerrada. La habitación, en penumbras, apenas iluminada por la luz de la calle que se filtraba por la ventana. Detrás de la cortina espiaba una silueta agazapada. Su mano aprisionaba un revolver y, pese al calor del departamento, tiritaba. Llevaba treinta días encerrado. No se bañaba ni salía a buscar comida.

Lo apodaban Yarará, lo denunciaron sus víctimas. Disfrutaba torturando. Colaboró con fanatismo durante la dictadura y cuando finalizó logró desaparecer por un tiempo. Pero terminó preso junto a sus cómplices.

Hizo un trato con el fiscal: si confesaba lo que sabía gozaría de prisión domiciliaria y tendría protección policial hasta el día del juicio. En el hall de entrada un uniformado vigilaba el acceso al edificio.

Yarará estaba aterrorizado, sus cómplices amenazaron matarlo por delator antes que llegara a Tribunales. Miraba cada tanto hacia afuera. Su oído atento percibía sonidos amortiguados que venían del pasillo. Primero el quejido del ascensor subiendo. Se estremeció. Luego unos pasos leves. Se abrió una puerta. Después, nada. Giró lentamente y quedó de espaldas a la ventana. Junto a la entrada un hombre armado le apuntaba con su revolver. ¿Cómo demonios entró? No dudó, apretó el gatillo: bang. BANG.

El primer disparo hizo añicos, en la pared opuesta, el espejo que reflejaba su propia imagen. El segundo traspasó la ventana y lo arrojó de cara al piso. Un charco de sangre se extendió alrededor de su nuca perforada.

En la terraza de enfrente el killer desarmó el rifle, lo colocó en el estuche y comenzó a bajar la escalera.

Guillermo Gerardi 

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