sábado, 28 de junio de 2008

Cuento: Desaparecido

Despertó y abrió los ojos. La cabeza le dolía y fluía un hilo de sangre que bajaba desde la frente hasta la comisura de los labios. La oscuridad no le permitía descubrir dónde estaba.
Aguzó el oído para reconocer algún sonido que le diera una pista: escuchó el vuelo de un avión, el ruido del agua llenando un tanque, una puerta al cerrarse. A su derecha, la respiración y el leve quejido de una persona. No se asustó, pensó fríamente: debo conservar la calma.
Intentó levantarse y no pudo, descubrió una de sus piernas aprisionada por una cadena fijada en la pared. Una capucha de tela áspera cubría su cabeza. Hizo un esfuerzo por recordar qué había pasado, cómo había llegado allí.
Estaba en su casa cuando apareció la policía. Los atendió su compañera. Fueron a investigar y a avisarle que en un enfrentamiento su esposo había muerto acribillado. Lo habían identificado por el documento. La mujer, turbada, esbozó una sonrisa: no podía ser, él se hallaba en la casa en ese momento. Entraron, lo esposaron y lo subieron a un Falcon. Recordó que tiempo atrás había perdido o le habían robado el DNI.
Lo encapucharon, lo golpearon, perdió el conocimiento y ahora permanecía sumido en la oscuridad. Percibió la presencia de otras personas en el lugar: un suspiro, un roce, una tos.
Recordó que cuando lo trajeron estaba oscureciendo, lo obligaron a golpes a subir una escalera que ascendió arrastrando los pies. Lo empujaron y cayó al piso, lo encadenaron, quedó tirado en una especie de altillo y se desmayó. Ahora estaba conciente y era de noche.
Entonces comenzó a comprender…


Guillermo Gerardi

Cuento: Como despertar si tu no estás...

Raúl es un modesto muchacho de barrio de veintidós años, no tiene trabajo y se las ingenia como puede para sobrevivir. Estuvo de novio con Karina pero, una semana atrás, ella lo rechazó y no se vieron más. El pretexto fue que el padre no lo quería, consideraba a Raúl un vago sin futuro. Él no está seguro que ella piense así, aún conserva esperanzas.
Pasa frente a un kiosco, lee en el diario que mañana se festejará el “Día de los Enamorados” y se le ocurre una idea: la irá a ver a su casa cuando el viejo esté en el trabajo, le llevará una rosa e intentará rescatar su amor.
Al día siguiente ella vuelve a rechazarlo, no lo ama.
Raúl, con la cabeza gacha, regresa al hogar de sus padres, toma una botella de ginebra, se sirve una copa y la bebe de un trago. Descuelga el teléfono para llamarla pero no se anima. Está dolorido y sigue bebiendo. El alcohol comienza a hacer efecto, cabecea y apoya la frente sobre la mesa. Un movimiento brusco del brazo vuelca la copa, que cae y se estrella en un archipiélago de cristales.
Desde una radio lejana fluye la voz de Chico Novarro:

Cómo imaginar
Que la vida sigue igual
Cómo si tus pasos
Ya no cruzan el portal…

Cómo he de mentirles
Que mañana volverás
Cómo despertar si tú no estás.

Raúl no la escucha, está dormido. La rosa marchita reposa en el suelo.

Guillermo Gerardi

Cuento inconcluso

Durante tres días mi imaginación se bloqueó, no vino nada a mi mente. Ahora comprendo la angustia del escritor frente a la hoja o la pantalla en blanco.
¡Pero se me acaba de ocurrir un argumento asombroso basado en hechos reales! El mejor cuento, estoy seguro, de todos los que he escrito hasta ahora que, debo confesar, no fueron gran cosa.
Como sabrán estoy concurriendo a un taller de escritura. La sugerencia del profesor es, esta vez, contar una historia distinta a las anteriores: ¡Basta de violencia, basta de cuentos fantásticos, basta de relatos de terror!
Me acomodo frente a la computadora y comienzo una historia familiar basada en mis propias vivencias y en lo relatado en secreto por mis padres. Sin un pacto explícito previo hemos ocultado este episodio vergonzoso de la década del ´80. Los actores que participaron en los hechos y todos los testigos, ya han fallecido; esto me permitirá, sin reproches, hacer público lo ocurrido.
Algunos recuerdos penosos han deteriorado aún más mi frágil salud y a veces pienso o deliro: todo fue un sueño.
Repentinamente el teclado no responde a mis pulsaciones, las letras cambian de lugar, la pantalla titila, me mareo. ¡No sé qué está pasando! O sí lo sé: ¡me está por dar un ataque de epilepsia!
Voy a suspender.
Entro en
con
vul
sio
nes…

Guillermo Gerardi

Cuento: Temor en la Cordillera

La explosión casi lo volteó, sacudió los árboles y en la vivienda varias cosas cayeron al piso. Unas horas antes se habían escuchados fuertes ruidos subterráneos. Hacia el oeste una enorme nube de humo oscureció el cielo. ¿Qué está sucediendo?, se preguntó Manuel. El miedo lo paralizó.
Era guardaparque, vivía en una confortable cabaña en el Parque Nacional Los Alerces, en Chubut, con su mujer Ana y su hijito Daniel, de sólo dos años. La pareja tenía pasión por la naturaleza y los animales silvestres. Se habían radicado en la Patagonia huyendo del clima húmedo y la vida alienante de Buenos Aires. Su hijo padecía de asma bronquial y el pediatra les había recomendado mudarse lejos de la contaminación de la gran ciudad.
Su nuevo hogar estaba a 700 metros sobre la pendiente de una montaña rodeado de uno de los bosques más antiguos del planeta. Desde un mirador natural Manuel vigilaba con sus prismáticos un extenso valle, para detectar principios de incendio, ayudar a los turistas que se internaban por los senderos y resguardar especies en extinción como el huemul, la paloma araucana o el gato huiña. Un radio-transmisor les permitía comunicarse con la Central de Esquel.
La región era un milagro de la naturaleza. Numerosos ríos, arroyos y lagunas conformaban un complejo sistema lacustre. Cerca del río Arrayanes, de transparentes aguas verde azuladas, se extendían un sinfín de árboles del mismo nombre, con delicadas flores blancas y retorcidos troncos color canela. Infinidad de coihues, maitenes, cipreses, lengas y otras especies cubrían las laderas y conformaban una colorida espesura de increíble belleza. A los costados del lago Menéndez, los grandiosos ejemplares de alerces de cuatro mil años eran venerados por la población indígena. Majestuosos, alcanzaban setenta metros de altura y tres de diámetro.
La familia disfrutaba de ese paraíso. Los baños de sol al reparo del viento y algunos remedios naturales habían mejorado la salud de Daniel.
Manuel se movilizaba en moto patrullando sendas y picadas, y a veces viajaba a la ciudad a realizar las compras.

Las explosiones continuaban, Manuel se comunicó con su amigo Martín, en la Central, informándole lo sucedido. Éste, extrañado, a casi cien kilómetros del fenómeno, le contó de movimientos previos detectados por los sismógrafos y arriesgó la posibilidad de un sismo. Se mantendrían en contacto y les informaría apenas supiera algo más.
La familia veía como ascendían columnas de humo, y las cenizas desplazadas por el viento empezaron a caer a su alrededor. Les preocupaba las consecuencias en la salud de Daniel. Se encerraron en la cabaña y taparon sus rostros con paños húmedos. El cielo se tornó oscuro. Los árboles, en toda la extensión del valle, se cubrieron de un polvo blanquecino y el paisaje adquirió una apariencia fantasmal.
Manuel intentó no contagiar la preocupación a su mujer. El cielo empezó a colorearse de rojo. Estaban a sólo cuarenta kilómetros del extraño fenómeno.
Martín les avisó: “Las radios chilenas informan sobre la erupción de un volcán cercano a la frontera, resulta imposible predecir su comportamiento y aconsejan emigrar de la zona lo antes posible”.
Daniel comenzó a mostrar los síntomas de su enfermedad. Jadeaba, tosía y un silbido en el pecho al expulsar el aire indicaba su agravamiento. Los padres lo mantenían hidratado tratando de no trasmitir al pequeño la angustia que la crisis les provocaba.
Manuel sintonizó radios chilenas: “La situación se agrava, han declarado alerta roja y se está evacuando a la población”.
Decidieron escapar a Esquel para internar a su hijo en el hospital. Avisó por radio a su médico y a la Central. Estaba poniéndose el sol, hacía frío y en la espesura del bosque reinaba la oscuridad.

Descienden por una picada, evitan los pozos y las raíces, iluminados apenas por el faro de la moto. En un giro resbalan y casi vuelcan. Siguen bajando. El pequeño empeora, aumenta su tos y la disnea lo ahoga.
Ana, entre sollozos, gime: “Se nos muere, Manuel, apresurate”.
En un claro del bosque encuentran un camino de tierra y más allá la ruta asfaltada. Los campos se ven grises, cubiertos de ceniza. En una hora llegan al hospital donde los espera el equipo médico. Lo internan en terapia. Ana llorando, musita: “Sólo Dios podrá salvarlo”.
Al rato llega Martín. Mientras los acompaña y esperan, les cuenta que el volcán está expulsando lava.
A la madrugada el médico los tranquiliza: su hijo está mejor, le han aplicado oxígeno y ha disminuido la tos. Duerme y lo tendrán en observación dos días más.
Finalmente lo dan de alta. Manuel resuelve regresar a Buenos Aires hasta que la situación cambie.
La pareja con su hijo suben al ómnibus…

Guillermo Gerardi