jueves, 5 de febrero de 2009

Con las mejores intenciones

Fue un caso escandaloso, tuvo mucha repercusión a través de los medios. Ahora, cuando nos reunimos en cada aniversario de egresados, nos acordamos de Javier con sonrisas y nostalgia, y nos preguntamos por dónde andará.

Recuerdo el email que me envió revelando que al comienzo casi se arrepintió de lo acontecido, pero los hechos sucedidos y las injusticias que se cometieron le obligaron a continuar con sus planes. Era egresado de la universidad y su familia le había brindado una esmerada educación y principios morales muy firmes.

El episodio tuvo trascendencia pública ya que la prensa lo amplificó chapuceramente; ocurrió en la sucursal de una empresa extranjera, en Buenos Aires. Javier dejó en claro, desde que desapareció, que eximía de toda responsabilidad a sus compañeros de trabajo.

Las cosas ocurrieron así: se presentó en la empresa en respuesta a un aviso donde pedían un Psicólogo, menor de treinta años, para Human Resources. Aunque no tenía mucha experiencia (se había recibido dos años antes) envió su currículum vitae, aprobó con éxito las entrevistas y fue contratado. Su tarea consistía en evaluar y tomar nuevo personal, y asesorar en human relations a los gerentes.

Le dieron a leer un libro pequeño de tapas verdes titulado “Ética de una Empresa”, escrito por su fundador. En esa época Javier era muy idealista y se sorprendió con algunos de sus avanzados principios: respeto por el individuo, trato y atención a clientes, política de puertas abiertas.

Al tiempo descubrió que al Human Resources Manager, su jefe directo, le importaban un bledo esas premisas y maltrataba a todo el mundo. Comenzaron las discusiones. Despidieron a un cadete por un error nimio, él lo defendió pues, dijo, estaba aprendiendo. Su jefe lo empezó a mirar con malos ojos y dejó de invitarlo a los work meetings. A partir de ahí y en dos ocasiones el pulcro cristal del escritorio del manager apareció con malolientes excrementos humanos. Nunca descubrieron al responsable.

Por esas disputas lo “ascendieron” como encargado del depósito de repuestos. Su trabajo consistió en actualizar enormes reports de entradas y salidas de elementos. Unos días después su ex manager dejó de trabajar por varios meses ya que esa noche, al salir de la empresa, fue atropellado por un camión que desapareció misteriosamente. A partir de allí sus empleados lo empezaron a llamar “el paralítico”, aunque progresivamente le fueron retirando los yesos. No hubo pistas, así que no se pudo averiguar qué había pasado.

Me contó que hizo uso de la política de puertas abiertas y pidió entrevistar al General Manager de la empresa para reclamar por el arbitrario cambio de función. Lo atendió su secretaria, una bonita pelirroja. El gerente lo recibió con poca simpatía, estaba al tanto de todo, y aseguró que se ocuparía de su reclamo. Después se enteró que en su legajo informaban de “sus ideas políticas”: era un provocador, un “rojo”, a comunist.

A la semana lo transfirieron como empleado al sector rezagos, donde tuvo que levantar pesadas y grasientas piezas de máquinas, catalogarlas y ubicarlas en estanterías.

Dos días después se armó un gran escándalo ya que el General Manager quedó adherido al sillón de cuero de su oficina: alguien había distribuido generosamente pegamento en el almohadón y el respaldo. No lo advirtió y quedó atrapado. Pese a las amenazas de castigar severamente al responsable nunca se supo quién fue.

Su trabajo en la empresa iba de mal en peor.

Hizo un reclamo, a raíz de un descuento mal liquidado en el sueldo, y así conoció al Account Manager. Se hicieron amigos, sabía de su situación y opinaba era una injusticia. A veces se reunían en su oficina a tomar café. Un día, por el descuido de un empleado, desapareció un maletín con un millón de dólares preparado para depositar en el banco. El escándalo fue descomunal. Se hizo la denuncia en la policía, interrogaron a muchos, sospecharon de algunos, pero no llegaron a dar con el culpable.

Javier tuvo la peregrina idea de dejar crecer su barba y la reacción llegó a la semana: le dieron un plazo tajante para afeitársela ya que “parecía un guerrillero”. Era un mal ejemplo para los demás.

Al mes mi amigo presentó la renuncia pues no estaba dispuesto a trabajar en una empresa donde ocurrían hechos tan irregulares y no se respetaban los derechos humanos. Y desapareció de Buenos Aires.

Me escribió: “Ahora no intenten buscarme, en el momento en que leas esta carta ya no estaré en el país.” Como no quería dañar a la empresa, agregaba, me pedía que notificara, lo antes posible, que no usaran la red de computadoras, ya que se había producido una modificación en el software. Avisé, pero fue demasiado tarde, se habían borrado los contenidos de todos los discos rígidos.

No quiso decirme donde estaba. Probablemente, como el mencionaba en broma, en una isla de Oceanía, en Shangri-La en el Himalaya o quizás en Europa. Sería difícil que Interpol lo encontrara.

Su último email me cuenta que está acompañado de la “Colorada”, la maravillosa pelirroja de veintidós años, ex secretaria del General Manager. Con ella y el millón de dólares están disfrutando de los mejores hoteles y retozan en playas paradisíacas.

Guillermo Gerardi

La huelga de las escobas

Mujer, fuera de tu cocina se decide qué pondrás en la olla.

Bertolt Brecht 

El intendente había decretado un aumento del impuesto inmobiliario para el año siguiente y el dueño del inquilinato decidió, anticipándose, subir los arrendamientos de los cuartos.

Transcurría el mes de agosto de 1907, en Buenos Aires.

El cobrador ingresó a la comisaría del barrio de Barracas, por orden de su patrón, solicitando protección policial para recolectar los alquileres. Salió acompañado por un vigilante. Los dos hombres iban conversando por la calle Ituzaingó rumbo a la casona.

-Si hay algo que no me gusta -decía el cobrador- es entrar a estos conventillos y soportar la mugre y los olores de la gente y de los cuartos. ¡Y las emanaciones de los baños son insoportables, nadie limpia! ¡Son todos anarquistas, la escoria de la sociedad!

-¿Pero, tienen agua corriente? -preguntó el policía, y se respondió-, me parece que no. Bueno, ese no es mi problema. El nuevo jefe de Policía, el coronel Ramón Falcón es muy severo. Nosotros cumplimos órdenes y si esto sigue así nos van a obligar a reprimir.

Arribaron. La vivienda tenía cuatro patios y vivían alrededor de ciento treinta familias en cada uno. La mayoría, inmigrantes europeos, otros venían de los suburbios y de las zonas rurales. En sus patios convivían “tanos”, “gallegos”, “rusos” y criollos. Muchos eran anarquistas perseguidos en sus países de origen.

Años atrás las tropas argentinas regresadas de la Guerra del Paraguay contagiaron la fiebre amarilla y el cólera. La peste se extendió por todos los barrios aunque la clase alta decía que ocurría sólo en los conventillos. Las familias pudientes abandonaron sus caserones de la zona sur por temor a la infección y se mudaron al Barrio Norte y a la Recoleta.

Las viviendas desocupadas fueron transformadas en conventillos y sus antiguos dueños las explotaban en condiciones muy precarias. No había luz eléctrica, sólo lámparas de querosén o de aceite. Los propietarios constituían la imagen más elocuente de la insensibilidad social y entre ellos se encontraban poderosos empresarios y terratenientes que aprovechaban uno de los negocios más rentables de la época.

Cada familia subsistía en una o dos habitaciones de cuatro por cuatro, sin ventilación, con baños, cocinas y braseros en común. Este “lujo” representaba la tercera parte de sus salarios o más. Los padres salían muy temprano para ganarse el jornal, mientras las mujeres realizaban tareas de costureras o lavanderas para afuera, y cocinaban; los chicos jugaban y correteaban en los patios. En el aire, a mediodía, se mezclaban los aromas: el locro criollo, el churrasco porteño, la pasta “al pomo d’oro” italiana, el azafrán y el pimentón español, el “gefilte fish” de los judíos, el perfume del café con borra de los árabes y turcos.

El recaudador abrió la puerta del conventillo. Ya se había corrido la voz acerca del aumento, varias mujeres y niños los recibieron a los gritos:

-Ahí viene el chancho -advirtió Catalina.

-¡Figlio di puttana! ¡Farabutto, mascalzone!

-¡No se les ocurra cerrar de afuera con cadenas y candado, como la otra vez. No lo vamos a permitir! -amenazó Sara al vigilante.

No los dejaron entrar, ambos intentaron avanzar y las mujeres armadas de palos y escobas los obligaron a huir. El casero del inquilinato pretendió intervenir y recibió un escobazo en la cabeza.

Catalina y Sara eran vecinas de patio y siempre conversaban sobre los mismos temas:

-El dueño es un canalla, un sinvergüenza. Sabe que no podemos pagar más alquiler. Mi marido trabaja en el puerto y los días donde faltan mercaderías para cargar o descargar no cobra.

-Y el mío peón de albañil, si el día está lluvioso regresa sin un centavo.

La demás mujeres asentían (¡Tienen razón!, exclamaciones de aprobación…).

Así estalló la protesta. Los inquilinos se fueron solidarizando y la mayoría de los conventillos de la ciudad se sumaron al movimiento. En cada barrio se formó una comisión para defensa de los vecinos. Se creó un comité central para gestionar una acción en común. Se buscaron adhesiones y se desarrolló la propaganda en favor de la huelga.

Todos los periódicos se hacían eco de los conflictos. El Tiempo publicaba: “Es el tema del día. Los conventillos se han convertido en la piedra del escándalo y su actualidad en épocas de epidemia ha sido sobrepasada por la cuestión promovida ahora dentro de ellos”.

El Partido Socialista se declaró a favor de los humildes. Recibieron el apoyo de la F.O.R.A. (Federación Obrera Regional Argentina), movimiento anarquista, “ese viejo provocador de sueños”, que les prestó sus locales para las reuniones

El diario La Nación publicó un artículo destinado a separar a los anarquistas de los demás: “No puede establecerse identidad de causa entre los que procuran por medios racionales mejorar sus condiciones de vida y los que aprovechan la oportunidad para ejercitar a toda costa demoledoras utopías”.

En el amplio salón de la F.O.R.A. se reunieron representantes de casi quinientos conventillos. Sara y Catalina asistieron con sus maridos. Los delegados informaron de los motivos y el avance de la protesta:

-Vivo en la Boca, me llamo Enrique. Soy español, de Asturias. Cuando decidimos venir la publicidad del gobierno en Europa decía: Sea propietario. Cuando llegué nos alojaron a todos en el llamado Hotel de Inmigrantes, un depósito vergonzoso de personas, del cual nos expulsaron a los cinco días, y quedamos librados a nuestra suerte. (Murmullos de asentimiento). Al salir, amargados, nos esperaban los "promotores" de los conventillos para trasladarnos en carros al inquilinato. No nos dejaron firmar contratos de alquiler; el primer recibo me lo dieron a los tres meses, para así poder desalojarme por falta de pago cuando al encargado o al propietario se le ocurriese.

Sara se animó a hablar:

-Mi nombre es Sara, vivo en Barracas. Estuvimos obligados a aceptar un reglamento interno con condiciones arbitrarias para los inquilinos: está prohibido lavar ropa, tocar música, tener animales, recibir huéspedes, o pararse en la puerta de calle. El casero suele inspeccionar arbitrariamente los cuartos y si detecta una infracción nos puede desalojar.

Tomó la palabra un sindicalista:

-Me llamo Pedro, del barrio de Monserrat, y soy anarquista. Llegamos con la esperanza puesta en un futuro mejor. Nacer en la pobreza y vivir así es una situación no deseada por nadie, pero nacer y vivir en un medio socio-cultural donde se nos humilla y se nos repudia, es la peor de las miserias. Perdemos el sentido de la vida, no hay alegría, no hay destino. Debemos unirnos para luchar juntos desde el “creador de solidaridades”, nuestro patio del conventillo. ¡Todos los trabajadores, sin distinción de nacionalidades, razas o creencias, somos hermanos! (¡Bravo!, gritos, aplausos…).

Finalmente la asamblea decidió iniciar la huelga: no pagarían el alquiler si no se lo rebajaba en un 30%, exigían mejoras sanitarias e impedirían represalias de los propietarios, entre otras cosas.

De a poco se fueron sumando adhesiones a las medidas de desacato, más de mil casas de inquilinato de la ciudad de Buenos Aires se declararon en huelga.

Los inquilinos de Avellaneda, Lomas de Zamora, La Plata, Bahía Blanca, Mar del Plata, Rosario, Mendoza y Córdoba se plegaron a la medida.

Llegaron las órdenes de desalojo. El gremio de carreros, solidario, ayudaba a las familias expulsadas para trasladarlas, junto con sus escasas pertenencias, a los campamentos organizados por los sindicatos anarquistas. El gremio gastronómico preparaba ollas populares, financiadas con aportes llegados desde todo el país.

Entonces comenzaron los choques entre huelguistas y policías.

La represión estuvo directamente a cargo del jefe de Policía, el Coronel Falcón, quien desalojó a las familias obreras en las madrugadas del crudo invierno de 1907, arrojándoles agua helada. El coronel odiaba a esa gente sucia, extranjera, con ideas raras.

El diario La Prensa describía la represión: "A las 7 a.m. se situaban frente a la casa 112 hombres del cuerpo de bomberos, 50 del escuadrón de seguridad y 50 de infantería. Los bomberos armaron dos líneas de mangueras de alta presión y se colocaron frente a la casa: el interior de ésta fue ocupado por bomberos armados a máuser y por agentes del departamento de policía". Los inquilinos resistían con escobas y con baldes de agua hirviendo.

Como los hombres no podían asistir, pues debían concurrir a sus trabajos, se organizaron marchas de chicos y mujeres con escobas al hombro. Ellas y los niños, que entonces no intervenían en política, se volvieron protagonistas, alterando así todos los valores admitidos en la sociedad.

La Revista Caras y Caretas publicó en sus páginas un hecho nuevo e insólito para la época. "Hasta los muchachos toman participación activa en la guerra al alquiler. Frente a los objetivos de nuestras máquinas, desfilaron cerca de trescientos niños y niñas de todas las edades, que recorrían las calles de la Boca en manifestación, levantando escobas `para barrer a los caseros´. Cuando la manifestación llegaba a un conventillo recibía un nuevo contingente de muchachos, que se incorporaban a ella entre los aplausos del público  

En la parroquia de San Telmo, Catalina y Sara se sorprendieron al conocer a un adolescente de diecisiete años, Miguel Pepe, brillante alumno y orador anarquista, arengando a los niños. Les hablaba sobre la falta de igualdad, la miseria y la indignación de los explotados. "Barramos con las escobas las injusticias de este mundo" le escucharon decir. En uno de los choques con la policía Miguelito fue asesinado a balazos.

Desde Barracas hasta Chacarita ocho mujeres cargaron a pulso el féretro del adolescente muerto, turnándose con otras a lo largo del viaje a pie. Los trabajadores abandonaron talleres y fábricas para concurrir al sepelio del joven mártir. Cada tanto debían defenderse de la represión policial. Detrás del ataúd, cerca de setecientas vecinas de los conventillos encabezaban una columna de más de quince mil personas. Era un cortejo imponente de los vecinos más pobres de Buenos Aires. La solidaridad entre los inquilinos fue notable, casi el 80 % de los conventillos de la ciudad se sumaron al movimiento.

La represión con armas de fuego, en los inquilinatos y en la calle, generó numerosos muertos y heridos.

Esta efervescencia social preocupó sobremanera a la oligarquía política de entonces. El Gobierno aplicó la Ley de Residencia permitiendo la expulsión hacia sus países de origen de los extranjeros llamados "indeseables", es decir los militantes sindicales y sociales. Deportó a decenas de hombres y mujeres. Una de ellas, Juana Rouco Buela, gran oradora, echada por “anarquista rebelde”; escribe en sus memorias: A mis 18 años, la policía me consideró un elemento peligroso para la tranquilidad del capitalismo y el Estado, y me deportaron.

Para mediados de diciembre de ese año, el movimiento se dio por finalizado.

En algunos conventillos las demandas de los in­quilinos fueron aceptadas, aunque la victoria resultó momentánea: pronto los alquileres volvieron a subir. En otros admitieron la derrota al no lograr sus exigencias. El problema habitacional continuó durante muchos años.

Las familias de Sara y Catalina abandonaron el conventillo y se instalaron en una zona rural, lejos de la ciudad. Sus hijos crecieron con la esperanza de un futuro mejor.

 Guillermo Gerardi

martes, 14 de octubre de 2008

Angustia bajo la lluvia

¿Hay algo más triste en el mundo
Que un tren inmóvil en la lluvia?

Pablo Neruda

El profundo silencio sonó como una campanada en su cabeza. Despertó asustado. Abrió los ojos, miró a su alrededor: el vagón estaba vacío, afuera caía una ligera llovizna y el tren permanecía detenido.

Ricardo, confundido, trató de recordar. La noche anterior tomó el tren con destino a Tucumán, nadie había ido a despedirlo. Se extendió en la butaca mientras el resto del bullicioso pasaje acomodaba los bolsos y valijas, despidiéndose de familiares y amigos y conversando a los gritos por la excitación de la partida. Varios chicos correteaban por el pasillo esquivando al guarda que repartía mantas y pequeñas almohadas.

Se durmió enseguida, agotado por las horas vividas esa tarde. Había roto con su pareja después de cinco años de convivencia. Julieta había sido su gran amor pero la relación se había deteriorado últimamente. Él se quedó sin trabajo. Cada vez discutían más, a veces sin motivo, y finalmente decidieron separarse por un tiempo para poder reflexionar y reencontrarse, si fuera posible. En Tucumán vivían sus padres y lo estaban esperando. ¡Pobre Julieta -pensó-, debe estar sufriendo tanto como yo!

Miró por la ventanilla, observó una enorme extensión de campo seco, en parte quemado. No se veía ganado ni plantaciones. Caminó por el pasillo, pasó al otro vagón y no encontró a nadie, sólo algunas mantas desparramadas en los asientos. Empezó a llover y a su tristeza se sumó un sentimiento de temor por la extraña situación.

Recorrió toda la extensión del tren en la búsqueda de un guarda o alguien para averiguar qué había sucedido. ¿Por qué tanta soledad? Empezó a sentir frío, se envolvió en una manta y se acurrucó en su asiento. Escuchaba voces y gritos. ¿De dónde venían?

Volvió a despertarse, alguien le estaba sacudiendo el hombro. Entreabrió los párpados y la anciana, junto a él, gritaba:

- ¡Despierte, rápido, vienen a buscarnos, nos van a matar!

Todo su cuerpo se puso tenso en actitud de defensa. ¿Qué estaba diciendo y quién era esta desequilibrada? Miró a lo largo del pasillo, nadie; afuera llovía torrencialmente; no se veía ningún peligro. La vieja seguía insistiendo:

- Ya están aquí, escóndase, mataron a todos y ahora vienen por nosotros. Escapó, ayudada por su bastón, hacia la delantera del tren y desapareció.

Ricardo miró por la ventanilla nuevamente: emergiendo de la violenta lluvia una muchedumbre armada con palos (¿fusiles, escopetas?) se acercaba.

Su primera reacción fue huir ¿pero adonde? Se arrojó al suelo para no ser visto, se refugió bajo el asiento y se tapó con la manta. Oía murmullos, gritos, arrastrar de pies.

Transcurrió media hora, no se percibía ningún sonido, se animó a asomarse y la multitud no estaba. Había dejado de llover. Asustado resolvió bajar del tren para investigar. Su corazón latía muy fuerte. Caminó, saltando charcos, a lo largo de la vía hasta llegar a la locomotora. Unos metros más adelante emergía un enorme caserón. Siguió avanzando.

A mitad de camino escuchó aullidos y ladridos. Apareció una manada de perros salvajes acercándose con intención de atacarlo. Inició una carrera para alcanzar la casa y refugiarse. Su miedo iba en aumento hasta convertirse en terror. Aceleró la marcha, escuchaba los jadeos cada vez más próximos.

Llegó a la casona, la puerta estaba abierta, entró y la trancó. Se veía abandonada y vacía. La jauría había desaparecido. Se preguntó, muy angustiado, qué hacía allí. No debió viajar, cada vez extrañaba más a Julieta.

De pronto, en medio del gran living, vio avanzar algunos perros, lo atropellaron, cayó estrepitosamente al suelo y el jefe de la jauría saltó sobre él.

La gente empezaba a levantarse de sus asientos y acomodaban las mantas y las almohadas. Vio entrar al guarda, sonriente, saludando a los pasajeros. El tren se había detenido en una estación intermedia. Faltaba poco para llegar a Tucumán.

Todavía atormentado recapacitó: a la noche hablaría con Julieta por teléfono para revelarle cuanto la amaba. Después tomaría el primer tren de regreso a Buenos Aires.

Guillermo Gerardi

Celos

- Querido, pensé en vos todo el día... ¡No te imaginas cuanto te deseo!

- Yo también, Cecilia, esperaba anhelante la hora de vernos.

- Martín, estoy cansada de encontrarnos a escondidas, debemos buscar una solución. Mi marido nos va a descubrir y el escándalo será mayúsculo.

- Estuve pensando en eso, no creo que tu esposo esté dispuesto a darte el divorcio. No soportaría compartir sus bienes contigo, sobre todo si se entera de tu infidelidad. Debemos adoptar una solución drástica.

- ¿En qué estás pensando?    

- Y… no sé… quizá en hacerlo desaparecer…

El diálogo continuó unos minutos más, finalmente apagó el grabador.

 

Ramón sospechaba desde hacía tiempo. Toda la semana visitando clientes en las provincias para proporcionarle una vida de lujo y la muy zorra lo engañaba. Cuando regresaba los viernes a la noche lo recibía amorosa con una sonrisa:

- Querido te estaba esperando, te extrañé toda la semana…

- Si, yo también, no veía la hora de estar de vuelta en casa-, mintió. ¡Pero la hipócrita se reía a sus espaldas!

Cecilia le comentaba que a veces se sentía muy sola. Tenían una casa lujosa, con pileta, cancha de tenis y un enorme jardín. Y Ramón había puesto a su disposición una mucama y un jardinero. ¡Y por supuesto él, imbécil y cornudo, corría con todos los gastos!

Hasta ese momento no había descubierto algo como para acusar a su mujer, aunque los celos lo torturaban y permaneció pendiente de cada uno de sus gestos. La interrogaba sobre sus actividades durante la semana y nunca quedaba satisfecho. Pero trababa de disimular, necesitaba pruebas.

Un detective especializado en seguimientos le recomendó la instalación de un equipo Receptor-Espía en el sótano con micrófonos inalámbricos en el dormitorio. El aparato se activa por voz y registra en cinta magnética las conversaciones.

Ramón no detectó nada raro en las grabaciones telefónicas: Cecilia hablaba con sus amigas y con su madre, realizaba pedidos al supermercado y atendía las llamadas de él durante la semana. Hasta ahí nada sospechoso. Pero, siempre a la misma hora de la tarde, aparecía ese siniestro Martín, conversaban en el dormitorio (¡desnudos en su propio lecho conyugal! - imaginaba) hasta que el diálogo se interrumpía y Ramón no se animaba a conjeturar que estaría sucediendo en el cuarto. ¡Y ellos maquinando deshacerse de él!

Elaboró un plan para pescarlos in fraganti. Adelantaría su viaje, regresaría el viernes a mediodía, entraría al sótano sin que lo vieran y esperaría la llegada del amante. Cuando estuvieran en el dormitorio subiría armado con un revolver y les obligaría a confesar. De solo pensarlo se regocijaba. Luego iniciaría el juicio de divorcio, con pruebas de la infidelidad.

Ese viernes dejó su auto estacionado a dos cuadras, caminó hasta la casa y, por una puerta lateral, entró al sótano. Esperó, se activó el grabador y escuchó:

- ¡Mi amor!

- ¡Querida!

- ¡Qué felicidad volver a encontrarnos! Tenemos que apurar nuestro plan, me estuvo interrogando…

Ramón tomó el revolver y subió al dormitorio. ¡Ya se iban a enterar quien era él! Abrió bruscamente la puerta y entró apuntando. Estupefacto encontró a su esposa en pijama, sola y acostada mirando la telenovela.

Escuchó la voz de Martín:

- Contraté un sicario. La próxima semana lo hará desaparecer. Creerán que fue un accidente y nadie sospechará…

 Guillermo Gerardi

lunes, 13 de octubre de 2008

Homenaje

La filosofía es un silencioso diálogo del

alma consigo misma en torno al ser.

Platón 

El celador entró bruscamente al aula y nos hizo callar con gestos ampulosos: se acercaba el nuevo profesor de Filosofía de sexto año. Alto, con barbilla y anteojos, entró y observó nuestros rostros con mirada curiosa. Saludó con una semisonrisa y todos respondimos. En ese momento no sospeché la influencia que nos dejaría su enseñanza. Tiempo después nos enteramos de su “medalla de oro” en mérito a su sobresaliente carrera en la Universidad de Buenos Aires. Era brillante.

Comenzó definiendo la filosofía: es la "Ciencia de las ciencias", pues permite la crítica rigurosa y sistemática del conocimiento y los saberes -incluida la propia filosofía. Nos atrapó con su exposición y cada semana esperábamos los encuentros con expectativa.

Nadie hubiese imaginado el drama personal que le tocaría vivir ni la tragedia que se abatiría sobre nuestro país. Él nos ayudó a pensar y abrió nuestras mentes juveniles.

Nos propuso leer el libro VII de la República de Platón comenzando con la exposición del conocido mito de la caverna, utilizado por el autor como alegoría del hombre frente al conocimiento,

 En la clase siguiente nos preguntó quién había leído el mito y Zamudio desde el fondo del aula, desesperado, agitaba su mano. Pasó al frente. Era el rebelde del grupo, discutía con los profesores (en realidad, discutía con todo el mundo) sin demasiadas bases para fundamentar su punto de vista. Había leído dos veces lo de la Caverna y no había entendido nada. Le parecía ridículo acudir a fuentes y autores tan arcaicos. Así siguió, insolente, por un rato.

El profesor escuchó con atención, refutó alguna de sus afirmaciones y finalmente lo detuvo: Cuando uno se golpea la cabeza con un libro y suena a hueco, le dijo, no siempre el responsable es el libro; y le sugirió leer otras obras de Platón. Terminaron en excelentes relaciones y nuestro compañero se convirtió en el más aplicado del grupo.

Platón describe una caverna en la cual permanecen desde el nacimiento unos hombres aprisionados por cadenas que les sujetan el cuello y las piernas, de forma tal que únicamente logran mirar hacia la pared del fondo de la cueva sin poder escapar. Detrás de ellos se encuentra un muro con un pasillo, luego una hoguera y la entrada de la cueva que da hacia el mundo, a la naturaleza. Por el pasillo del muro circulan hombres llevando figuras de personas y animales, cuyas sombras, gracias a la iluminación de la hoguera, se proyectan en la pared que miran los prisioneros.

Esas sombras son las apariencias, lo que captamos a través de los sentidos y creemos es real (región sensible). El mundo que está fuera de la caverna y que los prisioneros no ven, es el mundo de las ideas, en el cual, la máxima idea, la idea del Bien (o la Verdad), es el sol. Uno de los prisioneros logra liberarse de sus ataduras y consigue salir de la caverna conociendo así el mundo real. Este prisionero ya liberado es el que deberá guiar a los demás hacia ese mundo. Es el símbolo del filósofo.

Cuando nos recibimos de bachilleres el profesor se acercó a despedirnos, felicitó a cada uno y ésa fue la última vez que lo vimos.

He seguido reflexionando acerca del mito. Creo que habla del retraso mental sufrido por una persona al desarrollarse en un ambiente con pobre estimulación, con “orejeras” y en donde sólo se le han enseñado ciertas creencias monolíticas.  Ha sido limitado en ellas desde la infancia, sin posibilidad de crecer en un entorno rico y plural. Y cualquier persona manipulada en las ideas de la cultura o de la religión del lugar donde ha nacido y crecido y en la que no existe pluralidad ideológica, se convierte en un prisionero, encadenado en la caverna, condicionado mentalmente.

Nos ha pasado a muchos que hemos sido forzados a aprender una religión desde muy niños sin posibilidad de elección e influenciados por la educación familiar o social, algunas veces autoritaria y esquemática. Los niños actuales reciben un gran influjo de la televisión, de la publicidad, de la radio, de los mitos del cine, de la violencia cotidiana (¿Crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?).

Cuando una persona viaja, sale de su prisión, de su pequeño y cerrado mundo de ideas, lee libros prohibidos, ve películas "dañinas", conoce costumbres "perniciosas" (mira el sol), tiene sus estructuras cognoscitivas esclerotizadas (a causa del encandilamiento no percibe nada) y no es capaz de admitir ni entender las nuevas ideas (no ve la realidad, y el sol le daña la vista). Si un librepensador intenta hacerle ver otra realidad, pretende modificar su pensamiento, le dice que sus creencias son mitos y que está muriendo y luchando por ideales falsos, no serviría de nada. Las palabras del racionalista lo ofenden hasta el punto de querer atacarlo, ya que siente que lo hostiga o lo insulta.

Las personas que han sufrido un condicionamiento desde la infancia difícilmente cambien de ideas cuando “salen” y son expuestas a otras. Y sólo se conseguirá modificar las creencias de cualquiera que haya estado en una caverna (ya sea fanático del nacionalismo, del Opus Dei o del Islam), mediante un intenso aprendizaje que neutralice sus fuertes creencias, registradas en la conciencia.

Cuando cavilo sobre estas complejidades vuelve a mi mente el recuerdo del maestro.

Un hecho trágico ocurrido mucho tiempo después cerca de mi hogar, me trajo noticias de él. Había continuado su destacada carrera en la universidad, siendo designado Decano y luego Rector. Tres días antes del golpe de estado de 1976 un grupo de tareas fue a buscarlo a su casa donde vivía con su familia. Él no estaba. Su hijo salió a enfrentar a la patota, recibió un balazo y cayó muerto en la vereda. La esposa, la suegra y la mucama fueron encerradas en el baño, los sicarios prendieron fuego a la vivienda y huyeron. Los vecinos salvaron a las tres mujeres y el chalet se quemó. Mi profesor logró exiliarse en Ecuador con su familia. Allí continuó su brillante carrera.

Regresó a la Argentina casi veinte años después -ya en el período democrático- con su salud muy deteriorada y falleció poco después.

Guillermo Gerardi

Seducción de verano

El silencio de la noche fue interrumpido por una música familiar. Rocío despertó intranquila. Tanteó el mármol de la mesa de luz y no halló la perilla del velador. Reconoció el sonido: era la señal de su celular. Movió la mano hasta encontrarlo. ¿Quién llamaría a esta hora?      

El día anterior Manuel la había invitado a pasar un día de playa al pie de los acantilados más allá del faro. Amigos de la adolescencia, se conocían del colegio. En ese momento estaba sola, en un departamento del centro de la ciudad, aburrida, un poco melancólica. Aceptó el convite con cierta culpa pues imaginaba sus intenciones. Por otra parte se sintió halagada, reconocida y deseada.

A media mañana la pasó a buscar en su convertible con todos los elementos para disfrutar un día de playa: sombrilla, heladera con bebidas y una canasta con viandas. El aire templado y el sol brillando en un cielo sin nubes, prometían una jornada magnífica. Rocío, con sus largos cabellos al viento, se sentía plena, mientras él, manejando sin apuro, la miraba, cada tanto, fascinado. Fueron dejando atrás diversas playas, poco concurridas aún por la hora tan temprana.

Después de cruzar el faro continuaron unos kilómetros hasta un lugar solitario donde estacionar. Cargaron los implementos y bajaron por un sendero empinado. Se refugiaron lejos del mar, cerca del acantilado, protegidos del viento por unos arbustos.

Se quitaron la ropa: ella quedó en bikini y él en sunga. Se observaron entre sonrisas y se aprobaron mutuamente.

Rocío se tendió para tomar sol y él se dirigió a la orilla a observar el estado del mar. Miró a su alrededor la playa solitaria. Caminó dejándose mojar los pies por las mansas olas que rompían suavemente en la arena. El agua estaba tibia. Después de un largo rato decidió regresar para invitarla a bañarse.

Estaba acostada sobre una toalla, desnuda y con el cuerpo reluciente de crema. Nunca la había visto así, boca abajo, exhibiéndose en toda su belleza. Ella giró la cabeza y sonrió. ¿Cómo está el agua? preguntó, y sin esperar respuesta aclaró: No hay muchas oportunidades de tomar sol desnuda. En Brasil y en las Baleares concurrí a playas nudistas. ¿Te molesta?

Manuel la conocía como muy liberal pero no hubiera imaginado que se atreviera a tanto. Sonrió aprobando la iniciativa. ¿Me desnudo?, se preguntó. Especuló: ahora no es conveniente. Recién lo haría cuando se sumergieran en el mar.

Se recostó junto a ella, tomaron sol y conversaron. Recordaron épocas de estudiantes y rieron con nostalgia contándose anécdotas. Habían sido buenos amigos. En medio de la agradable charla no reparaban en lo insólito de la situación: ella desnuda y él en sunga se comportaban como adolescentes.

Rocío giró sobre la toalla con los ojos cerrados y su cuerpo quedó expuesto al sol. Manuel espió sus pechos perfectos, su abdomen plano y más abajo su pubis cubierto de vello. No se animó a tocarla, ni siquiera a insinuar una broma.

Durante largo rato permanecieron en silencio. La playa seguía desierta. A mediodía ella se levantó, se puso la bikini y le propuso comer algo.

Más tarde se encaminaron en malla hasta la orilla y se sumergieron en el mar. Manuel intentó abrazarla pero Rocío graciosamente lo esquivó y le arrojó agua a la cara. Durante largo rato disfrutaron del baño, haciéndose bromas y jugando con las olas.

Cuando empezó a oscurecer se vistieron, recogieron el equipaje y regresaron. La invitó a su casa a darse una ducha, cambiarse y tomar algo. Roció aceptó.

Esa noche hicieron el amor con pasión. Luego ella se sumergió en un profundo sueño. 

Atendió su celular. Del otro lado sonó una voz excitada:

-¡Señora Wenner! ¿Rocío Wenner?

-¿Si?

-La llamo de la Policía Caminera. Ha habido un accidente en la ruta y uno de los heridos es su esposo, Eric. Debe venir de inmediato, él la reclama.

Sintió el cielo derrumbarse sobre su cabeza. Con su marido, durante las vacaciones se veían sólo los fines de semana. Pero esta vez se había adelantado un día.

Empezó a llorar y gemir en un ataque de miedo. La culpa la invadió. Manuel se despertó alarmado, encendió la luz y preguntó. Del otro lado del teléfono la voz insistía:

-Está internado en la clínica “Cruz Azul”, venga lo más rápido posible.

Balbuceó unas palabras, iría ya y cortó. Miró a Manuel con odio: ¡No debía haber aceptado tu invitación, me sedujiste y me engañaste! Se sentía mal, tenía ganas de vomitar. Pero ahora lo necesitaba. Le contó lo sucedido y le pidió que la llevara.

Anduvieron unos kilómetros en silencio hasta llegar. Rocío entró rauda hasta el mostrador de la guardia. Manuel la seguía dócil sin comprender: ¿Qué pasaba? Anoche se había comportado como una amante ardiente y ahora lo trataba con frialdad.

Los acompañó un médico. No les permitieron ingresar a terapia intensiva. Observaron a Eric de lejos y a través de un vidrio: entubado, con un brazo y una pierna enyesados y sin conocimiento. El pronóstico no era muy optimista, había que esperar cuarenta y ocho horas.

La pareja permaneció en la sala de espera hasta la madrugada. Ella, entre sollozos, le reveló que el suyo había sido un matrimonio feliz, con Eric se querían mucho y se sentía culpable por haberlo traicionado. Manuel intentó abrazarla y murmuró algunas frases de afecto, pero ella lo rechazó: lo del día anterior había sido un tremendo error y él no debía haber actuado así.

La llevó a su departamento, intentó entrar pero Rocío lo despidió de mala manera y le cerró la puerta en la cara.

A mediodía avisaron de la clínica: Eric había fallecido. 

Guillermo Gerardi