jueves, 5 de febrero de 2009

La huelga de las escobas

Mujer, fuera de tu cocina se decide qué pondrás en la olla.

Bertolt Brecht 

El intendente había decretado un aumento del impuesto inmobiliario para el año siguiente y el dueño del inquilinato decidió, anticipándose, subir los arrendamientos de los cuartos.

Transcurría el mes de agosto de 1907, en Buenos Aires.

El cobrador ingresó a la comisaría del barrio de Barracas, por orden de su patrón, solicitando protección policial para recolectar los alquileres. Salió acompañado por un vigilante. Los dos hombres iban conversando por la calle Ituzaingó rumbo a la casona.

-Si hay algo que no me gusta -decía el cobrador- es entrar a estos conventillos y soportar la mugre y los olores de la gente y de los cuartos. ¡Y las emanaciones de los baños son insoportables, nadie limpia! ¡Son todos anarquistas, la escoria de la sociedad!

-¿Pero, tienen agua corriente? -preguntó el policía, y se respondió-, me parece que no. Bueno, ese no es mi problema. El nuevo jefe de Policía, el coronel Ramón Falcón es muy severo. Nosotros cumplimos órdenes y si esto sigue así nos van a obligar a reprimir.

Arribaron. La vivienda tenía cuatro patios y vivían alrededor de ciento treinta familias en cada uno. La mayoría, inmigrantes europeos, otros venían de los suburbios y de las zonas rurales. En sus patios convivían “tanos”, “gallegos”, “rusos” y criollos. Muchos eran anarquistas perseguidos en sus países de origen.

Años atrás las tropas argentinas regresadas de la Guerra del Paraguay contagiaron la fiebre amarilla y el cólera. La peste se extendió por todos los barrios aunque la clase alta decía que ocurría sólo en los conventillos. Las familias pudientes abandonaron sus caserones de la zona sur por temor a la infección y se mudaron al Barrio Norte y a la Recoleta.

Las viviendas desocupadas fueron transformadas en conventillos y sus antiguos dueños las explotaban en condiciones muy precarias. No había luz eléctrica, sólo lámparas de querosén o de aceite. Los propietarios constituían la imagen más elocuente de la insensibilidad social y entre ellos se encontraban poderosos empresarios y terratenientes que aprovechaban uno de los negocios más rentables de la época.

Cada familia subsistía en una o dos habitaciones de cuatro por cuatro, sin ventilación, con baños, cocinas y braseros en común. Este “lujo” representaba la tercera parte de sus salarios o más. Los padres salían muy temprano para ganarse el jornal, mientras las mujeres realizaban tareas de costureras o lavanderas para afuera, y cocinaban; los chicos jugaban y correteaban en los patios. En el aire, a mediodía, se mezclaban los aromas: el locro criollo, el churrasco porteño, la pasta “al pomo d’oro” italiana, el azafrán y el pimentón español, el “gefilte fish” de los judíos, el perfume del café con borra de los árabes y turcos.

El recaudador abrió la puerta del conventillo. Ya se había corrido la voz acerca del aumento, varias mujeres y niños los recibieron a los gritos:

-Ahí viene el chancho -advirtió Catalina.

-¡Figlio di puttana! ¡Farabutto, mascalzone!

-¡No se les ocurra cerrar de afuera con cadenas y candado, como la otra vez. No lo vamos a permitir! -amenazó Sara al vigilante.

No los dejaron entrar, ambos intentaron avanzar y las mujeres armadas de palos y escobas los obligaron a huir. El casero del inquilinato pretendió intervenir y recibió un escobazo en la cabeza.

Catalina y Sara eran vecinas de patio y siempre conversaban sobre los mismos temas:

-El dueño es un canalla, un sinvergüenza. Sabe que no podemos pagar más alquiler. Mi marido trabaja en el puerto y los días donde faltan mercaderías para cargar o descargar no cobra.

-Y el mío peón de albañil, si el día está lluvioso regresa sin un centavo.

La demás mujeres asentían (¡Tienen razón!, exclamaciones de aprobación…).

Así estalló la protesta. Los inquilinos se fueron solidarizando y la mayoría de los conventillos de la ciudad se sumaron al movimiento. En cada barrio se formó una comisión para defensa de los vecinos. Se creó un comité central para gestionar una acción en común. Se buscaron adhesiones y se desarrolló la propaganda en favor de la huelga.

Todos los periódicos se hacían eco de los conflictos. El Tiempo publicaba: “Es el tema del día. Los conventillos se han convertido en la piedra del escándalo y su actualidad en épocas de epidemia ha sido sobrepasada por la cuestión promovida ahora dentro de ellos”.

El Partido Socialista se declaró a favor de los humildes. Recibieron el apoyo de la F.O.R.A. (Federación Obrera Regional Argentina), movimiento anarquista, “ese viejo provocador de sueños”, que les prestó sus locales para las reuniones

El diario La Nación publicó un artículo destinado a separar a los anarquistas de los demás: “No puede establecerse identidad de causa entre los que procuran por medios racionales mejorar sus condiciones de vida y los que aprovechan la oportunidad para ejercitar a toda costa demoledoras utopías”.

En el amplio salón de la F.O.R.A. se reunieron representantes de casi quinientos conventillos. Sara y Catalina asistieron con sus maridos. Los delegados informaron de los motivos y el avance de la protesta:

-Vivo en la Boca, me llamo Enrique. Soy español, de Asturias. Cuando decidimos venir la publicidad del gobierno en Europa decía: Sea propietario. Cuando llegué nos alojaron a todos en el llamado Hotel de Inmigrantes, un depósito vergonzoso de personas, del cual nos expulsaron a los cinco días, y quedamos librados a nuestra suerte. (Murmullos de asentimiento). Al salir, amargados, nos esperaban los "promotores" de los conventillos para trasladarnos en carros al inquilinato. No nos dejaron firmar contratos de alquiler; el primer recibo me lo dieron a los tres meses, para así poder desalojarme por falta de pago cuando al encargado o al propietario se le ocurriese.

Sara se animó a hablar:

-Mi nombre es Sara, vivo en Barracas. Estuvimos obligados a aceptar un reglamento interno con condiciones arbitrarias para los inquilinos: está prohibido lavar ropa, tocar música, tener animales, recibir huéspedes, o pararse en la puerta de calle. El casero suele inspeccionar arbitrariamente los cuartos y si detecta una infracción nos puede desalojar.

Tomó la palabra un sindicalista:

-Me llamo Pedro, del barrio de Monserrat, y soy anarquista. Llegamos con la esperanza puesta en un futuro mejor. Nacer en la pobreza y vivir así es una situación no deseada por nadie, pero nacer y vivir en un medio socio-cultural donde se nos humilla y se nos repudia, es la peor de las miserias. Perdemos el sentido de la vida, no hay alegría, no hay destino. Debemos unirnos para luchar juntos desde el “creador de solidaridades”, nuestro patio del conventillo. ¡Todos los trabajadores, sin distinción de nacionalidades, razas o creencias, somos hermanos! (¡Bravo!, gritos, aplausos…).

Finalmente la asamblea decidió iniciar la huelga: no pagarían el alquiler si no se lo rebajaba en un 30%, exigían mejoras sanitarias e impedirían represalias de los propietarios, entre otras cosas.

De a poco se fueron sumando adhesiones a las medidas de desacato, más de mil casas de inquilinato de la ciudad de Buenos Aires se declararon en huelga.

Los inquilinos de Avellaneda, Lomas de Zamora, La Plata, Bahía Blanca, Mar del Plata, Rosario, Mendoza y Córdoba se plegaron a la medida.

Llegaron las órdenes de desalojo. El gremio de carreros, solidario, ayudaba a las familias expulsadas para trasladarlas, junto con sus escasas pertenencias, a los campamentos organizados por los sindicatos anarquistas. El gremio gastronómico preparaba ollas populares, financiadas con aportes llegados desde todo el país.

Entonces comenzaron los choques entre huelguistas y policías.

La represión estuvo directamente a cargo del jefe de Policía, el Coronel Falcón, quien desalojó a las familias obreras en las madrugadas del crudo invierno de 1907, arrojándoles agua helada. El coronel odiaba a esa gente sucia, extranjera, con ideas raras.

El diario La Prensa describía la represión: "A las 7 a.m. se situaban frente a la casa 112 hombres del cuerpo de bomberos, 50 del escuadrón de seguridad y 50 de infantería. Los bomberos armaron dos líneas de mangueras de alta presión y se colocaron frente a la casa: el interior de ésta fue ocupado por bomberos armados a máuser y por agentes del departamento de policía". Los inquilinos resistían con escobas y con baldes de agua hirviendo.

Como los hombres no podían asistir, pues debían concurrir a sus trabajos, se organizaron marchas de chicos y mujeres con escobas al hombro. Ellas y los niños, que entonces no intervenían en política, se volvieron protagonistas, alterando así todos los valores admitidos en la sociedad.

La Revista Caras y Caretas publicó en sus páginas un hecho nuevo e insólito para la época. "Hasta los muchachos toman participación activa en la guerra al alquiler. Frente a los objetivos de nuestras máquinas, desfilaron cerca de trescientos niños y niñas de todas las edades, que recorrían las calles de la Boca en manifestación, levantando escobas `para barrer a los caseros´. Cuando la manifestación llegaba a un conventillo recibía un nuevo contingente de muchachos, que se incorporaban a ella entre los aplausos del público  

En la parroquia de San Telmo, Catalina y Sara se sorprendieron al conocer a un adolescente de diecisiete años, Miguel Pepe, brillante alumno y orador anarquista, arengando a los niños. Les hablaba sobre la falta de igualdad, la miseria y la indignación de los explotados. "Barramos con las escobas las injusticias de este mundo" le escucharon decir. En uno de los choques con la policía Miguelito fue asesinado a balazos.

Desde Barracas hasta Chacarita ocho mujeres cargaron a pulso el féretro del adolescente muerto, turnándose con otras a lo largo del viaje a pie. Los trabajadores abandonaron talleres y fábricas para concurrir al sepelio del joven mártir. Cada tanto debían defenderse de la represión policial. Detrás del ataúd, cerca de setecientas vecinas de los conventillos encabezaban una columna de más de quince mil personas. Era un cortejo imponente de los vecinos más pobres de Buenos Aires. La solidaridad entre los inquilinos fue notable, casi el 80 % de los conventillos de la ciudad se sumaron al movimiento.

La represión con armas de fuego, en los inquilinatos y en la calle, generó numerosos muertos y heridos.

Esta efervescencia social preocupó sobremanera a la oligarquía política de entonces. El Gobierno aplicó la Ley de Residencia permitiendo la expulsión hacia sus países de origen de los extranjeros llamados "indeseables", es decir los militantes sindicales y sociales. Deportó a decenas de hombres y mujeres. Una de ellas, Juana Rouco Buela, gran oradora, echada por “anarquista rebelde”; escribe en sus memorias: A mis 18 años, la policía me consideró un elemento peligroso para la tranquilidad del capitalismo y el Estado, y me deportaron.

Para mediados de diciembre de ese año, el movimiento se dio por finalizado.

En algunos conventillos las demandas de los in­quilinos fueron aceptadas, aunque la victoria resultó momentánea: pronto los alquileres volvieron a subir. En otros admitieron la derrota al no lograr sus exigencias. El problema habitacional continuó durante muchos años.

Las familias de Sara y Catalina abandonaron el conventillo y se instalaron en una zona rural, lejos de la ciudad. Sus hijos crecieron con la esperanza de un futuro mejor.

 Guillermo Gerardi

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