viernes, 23 de mayo de 2008

Cuento: Dulce juventud

Tengo quince años. Viajo con mi familia en el Dodge 1938 comprado por mi padre justo antes del comienzo de la guerra. En el asiento de adelante van mi papá manejando y mi mamá cebando mate. En el de atrás, mis dos hermanos junto a las ventanillas, y yo en el medio. Es mi eterno destino, soy el menor de los tres.
Vamos cantando “La Cucaracha”, en un coro de aullidos desafinados, contentos ante la perspectiva de pasar el verano en el campo, en una quinta de José Hernández alquilada por la familia para las vacaciones. Dos días después vendrán mi abuela materna, dos tías solteras y otra casada, con mis dos primos.
Llegamos. La vivienda es grande y antigua, con techo de chapa y una galería que la envuelve toda. Está un poco descuidada. Entramos a los gritos con mis hermanos a tomar posesión de los cuartos y las camas. Mi madre abre las ventanas para disipar el olor a humedad. ¡Estamos tan felices!
Un parque abandonado rodea la casa. Corro excitado por entre los canteros y mi pecho se ahoga de emoción. Entre la arboleda los pájaros gorjean un canto de bienvenida.
Mi padre nos invita a visitar al casero y su familia que cultivan el resto de la quinta. Salen a recibirnos él, su esposa y sus hijas, dos hermosas chicas de 14 y 16 años. La menor, Celeste, me mira a los ojos, sonríe y agacha la vista. Surge entre nosotros una inmediata corriente de simpatía.
Nos presentamos y nos llevan a conocer los lotes e invernáculos donde siembran verduras. Una parcela está dedicada a los árboles frutales: naranjos, mandarinos, limoneros, ciruelos. Junto a la casa, una parra y una higuera.
A la tarde salgo a caminar solo. Dos enormes parvas de forraje para el ganado llaman mi atención. Detrás de una de ellas aparece Celeste con un canasto de verduras recién cortadas. Nos turbamos por lo sorpresivo del encuentro pero empezamos a conversar y entramos en confianza. Es hermosa, con largos cabellos rubios, senos pequeños y caderas firmes que ya insinúan a la futura mujer. La acompaño hasta su casa y quedamos en vernos el fin de semana.
¡Llegaron mis primos! Mi papá fue con el auto a la parada del ómnibus a buscar al resto de la familia que venía de Buenos Aires. Hubo besos y abrazos entre todos. Con mis hermanos llevamos a mis primos a recorrer la quinta. Son bichos de departamento y se asombran de todo.
El día está caluroso. Encontramos un tanque australiano y los cinco pensamos lo mismo: a la tarde vendremos a zambullirnos y a nadar en el agua que alimenta el molino. Volvemos a la casa para almorzar y casi no cabemos en la mesa, somos once. No paramos de hablar durante la comida. Bajo la galería seguimos con la charla mientras descansamos en las reposeras.
Los cinco llegamos al tanque, nos sacamos la ropa y nos metemos desnudos en el agua helada. Entramos y salimos, nos zambullimos, entre carcajadas. De pronto descubrimos que las hijas del casero, detrás de unos árboles, nos espían tentadas de risa. Me da vergüenza, ¡qué pensará Celeste! Recogemos nuestras ropas y salimos corriendo a medio vestir.
A la noche juntamos luciérnagas dentro de un frasco, atrapamos sapos y asustamos a las tías. Los chicos jugamos a las escondidas. En la mesa del comedor los grandes se divierten con juegos de cartas.
El sábado, a media tarde, me encuentro con Celeste, como habíamos quedado. Tomo su menuda mano y ella no intenta desprenderla. Recorremos un sendero alejándonos de las casas. No me animo a preguntarle pero ella, riéndose, dice que nos vio cuando nos bañábamos y le gustó mi aspecto varonil. Suelto su mano y paso mi brazo por sobre sus hombros. Me mira y sonríe. Me confiesa que nunca se animó a bañarse desnuda en el tanque. Le pregunto si quiere hacerlo conmigo; no responde pero su actitud denota que no rechaza esa posibilidad. Seguimos charlando, empieza a caer el sol, la acompaño hasta su casa y le robo un beso. A la noche sueño con ella.
Una semana después volvemos a vernos. Hace mucho calor. Le recuerdo mi invitación a bañarnos. Asiente con una sonrisa. Llegamos hasta el molino. Se desviste y queda en ropa interior. Me desnudo y nos sumergimos en el agua cristalina. La abrazo y la beso. La ayudo a quitarse el resto de la ropa. Es una experiencia maravillosa: disfrutar la libertad de nuestros cuerpos desnudos bajo el sol.
Nos abrazamos con ternura. Salimos, la alzo en mis brazos y entre besos la llevo hasta una de las parvas. Tomamos sol hasta secar nuestros cuerpos. La acaricio y hacemos el amor suavemente pese a nuestra inexperiencia. Empieza a oscurecer. Nos vestimos, la acompaño, la despido con un beso y regresamos cada uno a su casa.
Cuando llego, la familia está reunida para la cena, me miran sorprendidos por la tardanza, entro sin dar explicaciones y me siento con orgullo a la mesa.

Tengo ochenta años. Acabo de releer mi escrito. No estoy seguro de que todo sea verdad. Cierta pérdida de memoria y las fantasías que incorporan los recuerdos me hacen dudar. Sé que no tendré mucho tiempo más en este mundo, pero revivir ese episodio de mi adolescencia me hace muy feliz.
Nos seguimos encontrando a solas hasta el final del verano, nadie nos vio; aunque creo que mis hermanos algo sospecharon. Fueron las vacaciones más hermosas de mi vida.
Me despedí de Celeste, ella lloró y prometimos encontrarnos pronto. No regresé a verla…
En mi mente suenan las estrofas del Gaudeamus Igitur que cantábamos en el coro del colegio:

“Alegrémonos pues,
mientras seamos jóvenes.
Tras la divertida juventud,
tras la incómoda vejez,
nos recibirá la tierra”.


Guillermo Gerardi

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