sábado, 28 de junio de 2008

Cuento: Temor en la Cordillera

La explosión casi lo volteó, sacudió los árboles y en la vivienda varias cosas cayeron al piso. Unas horas antes se habían escuchados fuertes ruidos subterráneos. Hacia el oeste una enorme nube de humo oscureció el cielo. ¿Qué está sucediendo?, se preguntó Manuel. El miedo lo paralizó.
Era guardaparque, vivía en una confortable cabaña en el Parque Nacional Los Alerces, en Chubut, con su mujer Ana y su hijito Daniel, de sólo dos años. La pareja tenía pasión por la naturaleza y los animales silvestres. Se habían radicado en la Patagonia huyendo del clima húmedo y la vida alienante de Buenos Aires. Su hijo padecía de asma bronquial y el pediatra les había recomendado mudarse lejos de la contaminación de la gran ciudad.
Su nuevo hogar estaba a 700 metros sobre la pendiente de una montaña rodeado de uno de los bosques más antiguos del planeta. Desde un mirador natural Manuel vigilaba con sus prismáticos un extenso valle, para detectar principios de incendio, ayudar a los turistas que se internaban por los senderos y resguardar especies en extinción como el huemul, la paloma araucana o el gato huiña. Un radio-transmisor les permitía comunicarse con la Central de Esquel.
La región era un milagro de la naturaleza. Numerosos ríos, arroyos y lagunas conformaban un complejo sistema lacustre. Cerca del río Arrayanes, de transparentes aguas verde azuladas, se extendían un sinfín de árboles del mismo nombre, con delicadas flores blancas y retorcidos troncos color canela. Infinidad de coihues, maitenes, cipreses, lengas y otras especies cubrían las laderas y conformaban una colorida espesura de increíble belleza. A los costados del lago Menéndez, los grandiosos ejemplares de alerces de cuatro mil años eran venerados por la población indígena. Majestuosos, alcanzaban setenta metros de altura y tres de diámetro.
La familia disfrutaba de ese paraíso. Los baños de sol al reparo del viento y algunos remedios naturales habían mejorado la salud de Daniel.
Manuel se movilizaba en moto patrullando sendas y picadas, y a veces viajaba a la ciudad a realizar las compras.

Las explosiones continuaban, Manuel se comunicó con su amigo Martín, en la Central, informándole lo sucedido. Éste, extrañado, a casi cien kilómetros del fenómeno, le contó de movimientos previos detectados por los sismógrafos y arriesgó la posibilidad de un sismo. Se mantendrían en contacto y les informaría apenas supiera algo más.
La familia veía como ascendían columnas de humo, y las cenizas desplazadas por el viento empezaron a caer a su alrededor. Les preocupaba las consecuencias en la salud de Daniel. Se encerraron en la cabaña y taparon sus rostros con paños húmedos. El cielo se tornó oscuro. Los árboles, en toda la extensión del valle, se cubrieron de un polvo blanquecino y el paisaje adquirió una apariencia fantasmal.
Manuel intentó no contagiar la preocupación a su mujer. El cielo empezó a colorearse de rojo. Estaban a sólo cuarenta kilómetros del extraño fenómeno.
Martín les avisó: “Las radios chilenas informan sobre la erupción de un volcán cercano a la frontera, resulta imposible predecir su comportamiento y aconsejan emigrar de la zona lo antes posible”.
Daniel comenzó a mostrar los síntomas de su enfermedad. Jadeaba, tosía y un silbido en el pecho al expulsar el aire indicaba su agravamiento. Los padres lo mantenían hidratado tratando de no trasmitir al pequeño la angustia que la crisis les provocaba.
Manuel sintonizó radios chilenas: “La situación se agrava, han declarado alerta roja y se está evacuando a la población”.
Decidieron escapar a Esquel para internar a su hijo en el hospital. Avisó por radio a su médico y a la Central. Estaba poniéndose el sol, hacía frío y en la espesura del bosque reinaba la oscuridad.

Descienden por una picada, evitan los pozos y las raíces, iluminados apenas por el faro de la moto. En un giro resbalan y casi vuelcan. Siguen bajando. El pequeño empeora, aumenta su tos y la disnea lo ahoga.
Ana, entre sollozos, gime: “Se nos muere, Manuel, apresurate”.
En un claro del bosque encuentran un camino de tierra y más allá la ruta asfaltada. Los campos se ven grises, cubiertos de ceniza. En una hora llegan al hospital donde los espera el equipo médico. Lo internan en terapia. Ana llorando, musita: “Sólo Dios podrá salvarlo”.
Al rato llega Martín. Mientras los acompaña y esperan, les cuenta que el volcán está expulsando lava.
A la madrugada el médico los tranquiliza: su hijo está mejor, le han aplicado oxígeno y ha disminuido la tos. Duerme y lo tendrán en observación dos días más.
Finalmente lo dan de alta. Manuel resuelve regresar a Buenos Aires hasta que la situación cambie.
La pareja con su hijo suben al ómnibus…

Guillermo Gerardi

1 comentario:

Maria Gioia Benacquista dijo...

Momentos de tensión por la salud del niño...¿Se salvará?
Al final un suspiro aliviador, todo ha salido bien.
Bonito relato Guillermo.
Un saludo,
Gioia