sábado, 5 de abril de 2008

Cuento: Poroto, mi amigo

A Poroto lo conozco desde el primer grado de la escuela primaria. Un día, siendo ya grandes, nos peleamos fiero. Nos dejó de saludar, no sólo a mí sino a toda la barra de amigos. Pero al mes no soportó más y se amigó de nuevo. Todavía en las charlas de café, cuando nos acordamos de los motivos de la pelea, las risas atronadoras se escuchan en todo el barrio, aunque tratamos de que Poroto no ande cerca.
Les cuento. Poroto dice que a los gustos hay que dárselos en vida. Pensamiento bastante obvio, por cierto, pero que viniendo de él no debiera sorprendernos. Siempre ha sido optimista, cuando se le ocurre una idea, por fantasiosa que sea, no se detiene hasta verla hecha realidad.
Poroto fue lector de niño, por sus manos pasaron todas las novelas de Sandokán, “Tarzán de los Monos” y los relatos del “Libro de la Selva”. Aunque nació y vive en Berazategui y su viaje más lejano ha sido a las playas de Mar de Ajó, sus pensamientos giran alrededor de aventuras en lugares remotos, desiertos y junglas.
Nuestra maestra de lenguaje de cuarto grado, Clarita, le había inculcado el placer por la lectura, haciéndonos leer novelas de Julio Verne. En medio de la lectura y de los incidentes del relato Poroto se transformaba en protagonista, en héroe que salvaba a sus compañeros enfrentando todos los peligros y enamorando a la “chica”.
Cuando promediaba el quinto grado tuvo que abandonar la escuela ya que su padre lo puso a atender el kiosco familiar.
Poroto es de mediana estatura, cabezón, con cabellos color mostaza y una incipiente panza producto de las pizzas y la cerveza que comparte con su grupo de amigos. Ellos lo quieren pese a su carácter infantil. Había tenido éxito en los negocios y pudo abrir dos kioscos más: uno lo atendía personalmente y el otro, un amigo.
Pero volvamos al relato. Cuando cumplió los cuarenta tomó una decisión que su buen pasar económico le permitía y que cambió su vida. Residía en un barrio tranquilo donde se saludaba con casi todos los vecinos, que le querían por su carácter amistoso. La mayoría tenía mascotas: gatos, perros, canarios, tortugas y hasta algún mono. Pero Poroto deseaba algo distinto. Decidió adoptar un camello.
Se imaginaba cruzando el desierto del Sahara, a lomo de Camel (como se había anticipado a bautizarlo), para combatir a los feroces tuaregs, los hombres azules, en nombre de “la civilización”. Mientras tanto estaba seguro que de llevarlo a las playas de Mar de Ajó podría aprender a cabalgarlo sobre las dunas. ¿Pero dónde conseguiría al animal?
Visitó zoológicos y recorrió circos a la espera de encontrarlo. Así pasó más de un año y su ansiedad crecía en las largas vigilias atendiendo su kiosco.
Me enteré que en Avellaneda había un circo que estaba por cerrar y vendía todos sus animales. Le avisé a Poroto, quien decidió ir de inmediato, aunque yo no pude acompañarlo. Al día siguiente, nos dijo que había comprado su mascota y se la entregarían una semana después, una vez arreglados los papeles.
A la noche nos reunimos los amigos y Poroto, eufórico, nos contó cómo la había elegido. Con tono de maestro ciruela empezó el relato: “Me mostraron cinco animales de patas largas y delgadas, cuello curvado y con labios colgantes. El que compré es enorme, con pelaje color pardo. Para los habitantes del desierto, no hay nada más valioso que un camello. Es su mejor auxiliar para el comercio, transporte y caravanas”. El dueño del circo le explicó que se alimentaba de hojas, ramas y hierbas y que en sus viajes por el desierto absorbía el agua necesaria de los vegetales verdes.
A la semana, bien temprano, fue a buscarlo. Pensaba venirse cabalgando desde Avellaneda. De solo imaginarlo ya nos tentábamos de la risa. Uno le sugirió: ”Ponete un turbante y babuchas para no desentonar”.
Lo esperamos todo el día y recién apareció casi anocheciendo. Venía tirando de una soga a la que estaba atado el animal. Era tarde de manera que no vimos mucho cuando lo guardó en el galpón del fondo de su casa y nos acompañó al café a festejar. Estábamos muy ansiosos por escuchar su relato. Cuando entramos la luz iluminó a Poroto y recién pudimos ver su estado deplorable: tenía un enorme chichón en la cabeza y su cuerpo lleno de moretones. Empezó a contarnos: “Subí al camello para venir al trotecito lento, pero al primer paso me deslicé de su joroba y caí al pavimento. Lo repetí varias veces más con igual resultado. La gente vivaba y aplaudía cada uno de mis intentos. Finalmente tuve que venir caminando y por eso me demoré tanto”. Se escucharon algunas risitas que fueron sofocadas rápidamente. Quedamos en que a la mañana siguiente iríamos a ver a Camel.
Al otro día aún no eran las ocho y ahí estábamos llenos de curiosidad. Poroto nos hizo entrar y rápidamente nos dirigimos al fondo de la casa. Abrimos el galpón y Poroto sacó el animal a la luz del sol. Al verlo estalló una risa incontenible que no cesó por un buen rato. No pude contenerme y exclamé: “No es un camello, no ves que tiene una sola joroba, es un dromedario. Con razón…”. Poroto, indignado, replicó: “No seas ignorante, pelotudo, qué me vas a enseñar vos, claro que es un camello. Si sabré reconocerlo, mi viejo vendía cigarrillos importados, yo siempre miraba el atado de Camel y tenía una sola joroba”.
Por suerte nos reconciliamos y seguimos siendo buenos amigos…

Guillermo Gerardi

No hay comentarios: